La caída de los ingresos fiscales es una de las innumerables consecuencias económicas de la actual crisis. Según la Sunat, la recaudación registró una contracción de 17,4% el año pasado, lo que se reflejó en una disminución de la presión tributaría, que habría llegado a solo 13,2% del PBI, manteniéndose muy por debajo del promedio de los países de América Latina (23,1%) y de la OCDE (34,3%).
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En tanto, el déficit fiscal cerró el 2020 con la cifra más alta en 30 años, alcanzando el 8,9%% del PBI, por el fortísimo impacto de la pandemia, que aumentó los gastos públicos y derrumbó los ingresos tributarios por el menor dinamismo de la economía. Si bien para este año el MEF estima que este indicador rondará el 4,8% del PBI y en los últimos meses la recaudación ha dado señales de recuperación, ese ritmo de avance no sería suficiente para asegurar una trayectoria de consolidación fiscal.
Más allá de la ideología de quien llegue al poder en julio, es claro que heredará un escenario muy complicado y deberá pasar del festival de promesas electorales a los hechos, de forma inmediata. Estará obligado a tomar acciones para controlar el gasto y aumentar los ingresos fiscales. De lo contrario, corremos el riesgo de que termine por subir algunas tasas impositivas, como ya más de un analista estima que puede ocurrir.
Una medida como esa resultaría sumamente contraproducente en un contexto de recesión económica profunda y no atacaría el problema de fondo de la recaudación. No es un secreto que el principal lastre que impide que los ingresos tributarios crezcan en nuestro país no es el importe que desembolsan los pocos formales que ya contribuyen con el fisco, sino la gran cantidad de empresas y trabajadores que se mueve en una economía clandestina (más del 70%) y, en consecuencia, hoy no tributa.
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Ampliar la base tributaria, para que cada vez sean más los que aportan al erario nacional, por supuesto, no es una tarea sencilla ni popular (después de todo, a nadie le gusta pagar impuestos), pero sí necesaria. Ninguno de los gobiernos que hemos tenido lo ha logrado, en gran medida por falta de voluntad política. Se debe partir por reconocer que la principal razón por la que existe tanta informalidad en el Perú es porque el Estado hace demasiado oneroso hacer negocios formalmente. Las trabas burocráticas, el inflexible régimen laboral y engorroso sistema tributario hacen a muchos inviables.
Basta con darle una mirada al último ranking “Doing Business” del Banco Mundial para corroborarlo. De los 190 países evaluados, el nuestro ocupa el deshonroso puesto 133 en lo que respecta a la facilidad para abrir y operar formalmente una empresa y el puesto 121 en lo que toca al tiempo, costo y numero de trámites para el pago de impuestos.
Lo que haga o deje de hacer el nuevo gobierno para combatir la informalidad, muy probablemente marcará, no solo el rumbo de la recaudación, sino también de la economía y del país en general por los siguientes años o incluso décadas. Se trata de un motivo más para emitir un voto responsable y meditado en la segunda vuelta. Hay mucho en juego.