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Todas las semanas recibo varias invitaciones a tomarme un café con perfectos desconocidos. Los lectores me envían correos electrónicos diciéndome que están de paso por Londres de negocios y quisieran venir a visitarme en las oficinas del Financial Times.
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La gente me contacta queriendo hablar de libros que han escrito o compañías que están emprendiendo. Los estudiantes sugieren reuniones con el propósito de recibir alguna ayuda gratis con su trabajo. Y hay un flujo constante de veinteañeros despistados y demasiado optimistas pidiendo citas para que yo les aconseje sobre cómo entrar en el periodismo.
No hace falta ser periodista para ser el constante objeto de tales sondeos. Cualquiera puede conseguir el correo electrónico de cualquiera; cualquiera puede sugerir un café.
En cualquier momento dado de un día laboral, millones de cafés mayormente insensatos son bebidos mientras ejércitos de ociosos viajeros de negocios, estudiantes y otros oportunistas llenan sus agendas y obstruyen las de desconocidos.
En mi caso, no hay ningún beneficio patente en estos encuentros. Yo no tengo empleos que ofrecer, no tengo nada tremendamente emocionante que decirles a los lectores excepto, “Hola. ¿Quisieran ver nuestra cafetería?”. Usualmente no tengo ninguna intención de escribir sobre un libro ni un proyecto empresarial, y no soy particularmente hábil cuando se trata de ayudar a los estudiantes con su trabajo.
Entonces, ¿cómo debo manejar estas peticiones? Dar un “no” general es duro y abusivo. Decir “sí” le hace a uno sentirse agradablemente complaciente por el momento, pero inevitablemente enfurece y uno acaba maldiciéndose por haber cedido con tanta debilidad. Eso deja solo la opción de no contestar, la cual es la más fácil y la más grosera.
Mi estrategia es no tener ninguna estrategia. Cómo respondo, o dejo de responder, depende por completo de cómo me siento cuando llega el correo electrónico. Las únicas personas a las cuales accedo son los aspirantes a periodista que son amigos de mis hijos o hijos de mis amigos. Esto, por supuesto, es nepotismo. Pero también es la condición humana.
La semana pasada encontré por casualidad una forma mejor de racionar el tiempo que uno pasa con desconocidos, usada por Debbie Horovitch, una experta en los medios sociales. Ella hace que todos los que la contactan llenen una solicitud en la cual bosquejan las preguntas que quieren hacer, lo cual le permite eliminar a los que más le harían perder tiempo y decidir quiénes merecen una reunión.
La belleza de este sistema es que obliga a que los solicitantes hagan su tarea y se informen. Le da a uno una base científica para decir sí o no. Es más cortés y justo que no contestar.
La técnica ha impresionado tanto a Dorie Clarke de la Universidad de Duke que ella ha terminado adoptándola para sí misma y ha escrito una entrada de blog al respecto para Harvard Business Review llamada “No deje que la gente le haga perder tiempo”. Es fantástica, dice ella, porque en general cuando uno le envía a alguien una solicitud no se oye más de esa persona.
Hay una trampa en esto. Cualquiera que reciba tal solicitud seguramente llegará a la conclusión que uno es un rigorista pomposo y presumido, lo cual es presumiblemente la razón por la cual huyen.
Hay una segunda trampa, y es aun mayor. Dudo que estas solicitudes eliminen a los que de verdad hacen perder el tiempo. Hay una triste ley en la vida que dice que las personas más ansiosas por conocernos –y estas seguramente serán las que van a llenar la solicitud adecuadamente– son las mismas con las cuales tenemos menos ganas de compartir nuestro tiempo.
Por eso yo he concebido un mejor sistema. Es someterme a una breve reunión cada semana con un desconocido, elegido por capricho, otorgada quizás al suplicante cuyo correo electrónico me pareció más gracioso.
Ahora que lo pienso mejor, los cafés que resultarían no tendrían que ser tan insensatos después de todo. Para empezar, uno nunca sabe cuáles de estas citas pueden resultar útiles y cuáles no. Yo a veces he sacado grandes ideas de la gente más inesperada.
Segundo, conocer a jóvenes que quieren ser periodistas es definitivamente más útil para mí que para ellos. Me recuerda que tengo que estar bien avispada y eternamente agradecida de tener cincuenta y tantos años y no apenas veinte.
Y lo mejor de todo, ahora descubro que conocer a los lectores quizás no sea tan inútil tampoco, de hecho, se ha probado científicamente lo contrario. La semana pasada leí un interesante resultado de investigaciones que mostraba que los cocineros preparan comidas más sabrosas cuando pueden ver quiénes se las van a comer. Cuando los cocineros en el experimento podían ver a sus clientes, las comidas resultantes eran juzgadas 10 por ciento más sabrosas.
No veo por qué no sería lo mismo para los escritores. Si usted piensa que esta columna podría haber sido 10 por ciento más inteligente, más humorística y más interesante, entonces usted sabe por qué: la semana pasada no tomé café con ningún desconocido.