Esopo, ya en el siglo VI a.C., nos enseñaba con su fábula “La lechera” a ser precavidos: la lechera calculó que con lo que vendiera de leche en el mercado podría comprar unos huevos, con esos huevos sacar unos pollos, luego vender esos pollos, conseguir un lechón y luego tener una vaca y un ternero; y mientras saltaba de alegría, sin darse cuenta, tropezó y derramó la leche.
Debemos planear con buenas intenciones, pero es más necesario tener mucho cuidado con la implementación de los planes. Por eso es que, si bien algunas propuestas -como el colocar una tasa máxima de interés- parten de buenas intenciones, pueden tener consecuencias funestas precisamente sobre aquellas personas que pretenden proteger ante un supuesto abuso.
Trataré de explicar de manera sencilla cómo se asignan las tasas a los clientes del sistema financiero cuando piden dinero prestado. Hay cuatro costos importantes a considerar y cuidar en la labor de intermediación: el costo del dinero, el costo operativo, las provisiones de cartera y los impuestos. Al sumar estos cuatro factores formamos el precio que se cobra a los clientes por prestarles dinero. Entonces, para no hacer mal las cuentas -como las de la lechera- vamos a ir por partes, viendo los costos y los riesgos que se administran en el sistema financiero.
Se puede pensar que la entidad se queda con todo el ingreso que genera de sus clientes, pero en realidad debe cubrir varios pagos y riesgos.
El primero son los intereses a los depositantes, las personas que dejan su dinero en la entidad financiera. Este es -en parte- el dinero que la entidad usa, a su vez, para prestarle a los clientes de crédito. Si los depositantes se sienten inseguros de que no se les pagara o que nos se les devolverá su dinero, se generaría un miedo generalizado -pánico financiero- y esto sí que es lesivo para todos.
El segundo pago es el que se debe hacer a los proveedores de los locales, equipos y servicios necesarios para atender a los clientes, así como el pago de los sueldos de todas las personas que emplean las entidades financieras; especialmente a quienes llevan el dinero a los clientes, es decir a los asesores, que es instituciones dedicadas a las microfinanzas productivas muchas veces viajan horas para atender a los microemprendedores en sus negocios y se convierten en consejeros financieros por su cercanía con ellos. A ellos se les debe pagar sus salarios, y con ese dinero es con el que mantienen sus familias.
A nivel de riesgos, la entidad debe saber a quién se le está prestando el dinero de los depositantes. En la medida en que los fondos queden bien colocados, es decir, en manos de clientes con una sana cultura de pago, no será necesario costear una cobertura para enfrentar los casos en los que los préstamos no se recuperen (una especie de “seguro”). Pero para poder incluir a clientes nuevos en el sistema financiero y cuyos hábitos no conocemos todavía, es necesario aplicar esta especie de “seguro” para poder atenderlos y a la vez mantener la solidez de la entidad financiera, lo que garantiza los depósitos del público. Ya por último es necesario reservar la plata para pagar los impuestos, pues es una exigencia por ley y un deber que tienen todas las empresas con los peruanos.
La entidad financiera debe considerar todos estos costos, para saber cuánto debe cobrar a cada cliente de crédito. Si hay limitación para asignarle la tasa, tendrá que ver la manera de reducir los costos y ser más cuidadoso con los riesgos según la actividad y ubicación del cliente, para lo cual será muy importante preservar la cultura de pago de los clientes.
Entonces tendrá que mirar hacia la tasa que se paga por los ahorros, la cual depende de la abundancia de dinero en el mercado, es decir, depende de la liquidez del sistema y esta variable no está necesariamente bajo el control de la entidad.
El costo que está en manos de la empresa es el de operación: los pagos a los colaboradores y los pagos por los bienes y servicios que requiere la empresa. Aquí se podrían hacer planes de austeridad y de eficiencia para reducir los costos pero solo hasta cierto punto. De todas maneras se necesitan personas, tecnología y recursos físicos para poder hacer llegar los servicios financieros a los peruanos.
Entonces, al haber una fijación arbitraria del precio final -o mejor dicho un límite máximo a lo que se pueda cobrar para cubrir los costos y riesgos- se estaría limitando las posibilidades de que muchos clientes obtengan recursos financieros de entidades formales y se expone a la población a que tengan que acudir a mercados informales, especialmente a la población de bajos recursos pues son quienes tienen perfiles de riesgo más altos.
Hay ejemplos muy claros en la región en donde los límites de tasas de interés no han sido efectivos para promover la inclusión financiera. Por el contrario, en estos caso han prosperado los mercados paralelos como los usureros, con modelos como el gota a gota, que operan tipo mafias, con sistemas de cobranza que incluso ponen en riesgo la vida de las familias.
Esperamos que no nos pase como la lechera, que teniendo seguramente buenas intenciones, se limite el acceso al sistema financiero a las poblaciones de bajos ingresos, especialmente a los pequeños empresarios, que son parte fundamental del progreso del Perú, y terminemos derramando la leche que con tanto esfuerzo se ha recogido en décadas de trabajo por la inclusión financiera.