Fue Keynes quien en los años 20 escribió la famosa frase “a largo plazo todos estaremos muertos” en su Tratado de Reforma Monetaria. Si bien el enunciado ha trascendido el tiempo para transmitir el sentido de urgencia, este no es pertinente para explicar toda la maraña de complejidades económicas.
Por ejemplo, es cierto que todos tendremos una fecha y hora de fallecimiento en el corto o en el largo plazo, pero también es verdad que en promedio los seres humanos no dejamos de incrementar nuestra esperanza de vida. Siendo así, la hora de esa muerte anunciada se alarga, y contar con un sistema de pensiones se hace sin duda importante. Sin embargo, durante el COVID-19, la historia del Perú ha sido bastante particular, yendo completamente por el camino contrario a lo que las buenas políticas públicas recomendarían.
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En efecto, durante el contexto de la pandemia, era pertinente actuar con rapidez para aminorar los problemas económicos de aquellos que experimentaban situaciones críticas en el plano sanitario y económico. La necesidad de contar con liquidez para afrontar estas circunstancias era vital.
Ante ello, un hacedor de políticas públicas responsable debía valorar los diferentes instrumentos de política, donde sin duda el uso de los ahorros para fines previsionales debía ser la última opción. Además, siguiendo a los expertos, si se echaba mano de estos recursos para la vejez, debía hacerse de forma excepcional, limitada y focalizada. Nada de esto, sin embargo, tuvieron en cuenta nuestros congresistas quienes lejos de seguir las recomendaciones, las menospreciaron por completo tomando ventaja, para sus fines populistas, de los sesgos que tenemos los seres humanos que nos impulsan a tomar decisiones equivocadas.
Tal como lo reconocen los trabajos de los premios Nobel Richard Thaler y Daniel Kahneman los seres humanos somos muchas veces incapaces de reconocer estas taras, y sucumbimos ante la debilidad del dinero “contante y sonante”. Es más, buscamos confirmar nuestros sesgos con diferentes argumentos, donde la frase de Keynes sobre la muerte y el largo plazo encaja más que perfecto. Las razones que nos llevan a ello están bastante estudiadas y confirmadas: la miopía sobre las consecuencias futuras, la impulsividad de los actos, la percepción de que la vejez es una condición ajena durante etapas bisoñas, el exceso de confianza en nuestras habilidades financieras, la preferencia por el consumo presente, entre otras.
Algunos dirán que los retiros anticipados han permitido, sin embargo, que las personas hayan constatado que el ahorro que solo observaban en sus estados de cuenta era real, generando un sentido de pertenencia y reconocimiento de la importancia del ahorro. Mi impresión, no obstante, es que estas políticas pueden haber terminado alentando el deseo por mayor liquidez, reforzando todos los anteriores sesgos que mellan la posibilidad de construir un sistema de pensiones donde la obligatoriedad constituye una política clave y responsable, aspecto que un reciente trabajo de Olivia Mitchell coloca sobre el tapete.
Así, hoy, lamentablemente, se podría estar configurando un escenario complejo donde se alinean los sesgos de los afiliados que buscan tener un mayor acceso a lo que queda en su fondo de pensiones junto con los intereses populistas de un sector del Congreso.
Si bien las personas que han retirado su dinero están más que contentas con el efectivo en el bolsillo, y quieren probablemente más, la verdad es que el futuro que les espera será hipercomplejo –porque habrá futuro, no lo duden–. Se estima que los cinco retiros aprobados entre el 2020-2021 habrá significado la salida de cerca del 14% del PBI, es decir, casi la mitad de la cartera administrada por las AFP antes de la pandemia.
Las estimaciones realizadas por el BID y también las presentadas por la SBS, indican que las pérdidas en pensiones, para los que tienen aún un saldo en cuenta, podrían estar en el orden del 25-30%, y que tomaría casi una década adicional en recuperarlos con más ahorro, por supuesto. Y a esto hay que sumar que más de 5 millones de afiliados a las AFP, que representan el 70% del total, quedarán con sus cuentas en cero; es decir, sin ahorro que los proteja en la vejez, y con la contingencia de que el Estado (es decir los contribuyentes) tengan que financiar esas necesidades futuras.
Se debe reconocer que la forma como se plantearon estos retiros ha sido de un pésimo diseño y enfoque, tal como lo señala el FMI en su informe para el Perú de principios de año.
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Y si todo lo anterior es preocupante, a esto hay que agregarle un conjunto de efectos que muchas veces pasan desapercibidos y que revisten enorme importancia. Los retiros anticipados promovidos por el Congreso han significado una enorme pérdida de coste de oportunidad, si se toma en cuenta que los primeros retiros se dieron en un contexto de depresión de los mercados financieros. La SBS en el informe mencionado, registra que la rentabilidad dejada de obtener a diciembre de 2020 debido a las ventas durante el período abril-julio de 2020 fueron de 2,2% en activos de renta fija local, y de 9,3% en renta variable extranjera.
En términos macroeconómicos, la salida de prácticamente la mitad de la cartera que había en las AFP antes de la pandemia, tendrá sin duda un impacto de una menor inversión privada, menor crecimiento económico, y por consecuencia menores posibilidades de disminuir las tasas de pobreza, tal como lo registran varios estudios para Latinoamérica.
Adicionalmente, como lo ha venido afirmando el Banco Central en diferentes oportunidades, las normas de retiros anticipados de los fondos de AFP han impactado negativamente sobre sobre los mercados cambiarios, de capitales y de deuda.
La radiografía del desastre de esta mala política pública de retiros anticipados queda registrada en estos escalofriantes números. El sistema de pensiones ha quedado lisiado por el despropósito de favorecer la inyección excesiva de liquidez mientras se desprotegía sin remordimiento el futuro, como si este no existiera. Hoy, muy probablemente, varios de los actuales congresistas estén valorando continuar con la inercia dejada por sus predecesores y seguir repitiendo el mismo error.
Si bien la tentación populista es enorme, sería bueno mirar con calma y responsabilidad el escenario al que hoy nos enfrentamos. Así, continuar con las mismas medidas sería de gran imprudencia dado el contexto de amplia desconfianza por parte de los mercados y donde además la rebaja de la nuestra calificación de riesgo es casi un hecho.
Continuar con estas medidas pondría en jaque a la política macroeconómica y, por supuesto, se terminaría por liquidar la posibilidad de reconstruir el sistema de pensiones. En el contexto actual sería mucho más conveniente y responsable poner en marcha un proceso de reforma, sobre la base de varios de los estudios y propuestas que ya existen y que ameritan el debate y búsqueda de consensos para mirar por fin hacia delante. Porque el futuro, el largo plazo, sí existe e importa.
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