¿Podemos olvidar, después de leer a Dostoievski, a Raskólnikov y su conciencia atormentada; a Sonia y su inconmensurable amor; a Alyosha Karamázov y su fervorosa esperanza en un mundo mejor; o a ese perturbado monologante de Memorias del subsuelo? No lo creo. Es imposible.
Mijail Bajtin lo dijo en su momento con absoluta claridad: Dostoievski es el creador de la novela polifónica, una novela que busca interpelar al lector desde el inicio de la lectura, pero, sobre todo, una novela que convoca a una multiplicidad de voces y discursos en su interior, voces que polemizan, discuten y se contradicen, generando una conciencia crítica respecto de las ideas expuestas en ella y del mundo representado. Un tipo de novela que sigue activando la presencia nuestros demonios interiores.
Citando la pregunta de Meier-Gräfe, Bajtin se interrogaba si lo mismo sucedía con Flaubert: “¿Acaso a alguien, como lector, se le ocurriría polemizar con el contenido de las conversaciones de su Educación sentimental?” La respuesta es obvia: no. ¿Cómo discutir posiciones en un espacio literario gobernado por un narrador autoritario cuya presencia dominante mediaba las demás voces?
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Hervidero de conciencias independientes y atormentadas, cada una de ellas oponiéndose a la otra en una lucha sin cuartel; mezcla de formas discursivas (estilo directo, indirecto e indirecto libre) que emula la compleja convivencia de perspectivas de la vida cotidiana al momento de referir la información narrativa; infinitud de matices lingüísticos para hacer que cada personaje gane autonomía, esas son las principales características que la narrativa de Dostoievski nos dejó como un precioso legado y que la crítica le reconoce como un aporte al género de la novela.
Subjetividades múltiples
¿Qué lector buscaba Dostoievski? Un lector cuya inmersión ficcional le permitiese suspender, por un momento, los límites que le imponía la moral convencional. Ingresar a su mundo obligaba al lector a comprender el bien y el mal en sus múltiples matices y contradictorias motivaciones; a ponderar las ilimitadas y riesgosas posibilidades de la ideología, incluso cuando esta buscaba justificar la muerte del prójimo; es más, lo obligaba a imaginar la posibilidad de vivir en un mundo sin Dios, absurdo y carente de sentido; y hasta aceptar que el amor podía provenir del ser más despreciable de la tierra. ¿Cómo no comprender, después de leer a Fiódor, que el único medio de sobrevivir como comunidad es el amor?
Bajtin sostenía que los personajes de Dostoievski eran absolutamente libres en la consecución de sus actos y, por ello, complejos. Su libertad era tal que espantaba a los puritanos y a los escasos de mira, a los conservadores y necios que terminaron atacando al escritor por alejarse de los propósitos reformadores de la literatura.
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Borges, en su prólogo a La invención de Morel, de Bioy Casares, dice que “los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad…”. Sin duda, la crítica a Dostoievski es directa, pero injusta. Cansado de la literatura psicológica, a Borges no le queda más camino que atacar al ruso para legitimar la frialdad de su ímpetu fantástico. Una lástima porque con Dostoievski aprendimos, como escritores, a construir subjetividades múltiples, escindidas, diversas, ajenas al monolitismo del personaje representado como una unidad cerrada y aparentemente coherente. Aprendimos que el bien siempre está intersecado por el mal, y que este es relativo cuando se confronta con el deseo. Que el hombre, a pesar de haber caído en la más degradante humillación, siempre tiene la posibilidad de redimirse, porque la redención y el perdón, gracias al amor, son lo que nos hace humanos.
Confesión de parte
Nunca olvidaré mi lectura de El jugador cuando tenía diez años en esa edición popular de la Biblioteca Básica Salvat auspiciada por RTV española, con un cuadrado naranja en la tapa. Ingresar en ese universo de pasión amorosa en el que un pobre hombre, Alekséi Ivánovich, sucumbe ante las demandas de Polina Aleksándrovna, una mujer que lo manipula y lo encierra en la cárcel de la ludopatía, modificó, para siempre, mi manera de ver a los seres humanos. La lección estaba dada: podía utilizarse el tema del juego como una metáfora de la pasión desenfrenada.
Han pasado doscientos años, maestro, de su glorioso nacimiento, y sigue Ud. más vivo que nunca.
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