En 1991 vivía en París, gracias a una beca del Gobierno Francés. Como no conocía Londres, viajé allí por unos pocos días, estancia que me permitió reencontrarme con Mario Vargas Llosa, quien había vuelto a residir en esa ciudad un año atrás. Entre otras cosas, le comenté que había una notable exposición en el Centro Pompidou dedicada a André Breton y el surrealismo. Mario era un gran entusiasta del movimiento y estaba dispuesto a realizar un viaje especial para ver la muestra. Me pidió mis señas y me dijo que se pondría en contacto conmigo al llegar a París, adonde hacía algún tiempo que no iba.
Al cabo de unas semanas, el conserje de la Maison de Cuba de la Cité Universitaire, donde tenía una habitación, me avisó que me llamaban por teléfono: era el escribidor. Me propuso que nos reuniéramos al final de la tarde en Les Deux Magots, el célebre café literario de Saint-Germain. Y allí lo encontré, en compañía de Patricia, su esposa, en la terraza ubicada frente a la plaza. Terminaba el otoño y hacía un sol radiante. Mario estaba contento y brindamos con unas copas de champán. Sin duda, París le traía agradables recuerdos. Aún no había ido al Pompidou y había pasado la tarde recorriendo librerías, uno de sus mayores placeres.
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Como él en su juventud, yo todavía me sentía fascinado por el mito de París como centro del arte y la cultura occidentales, aunque, claro, ya había perdido su aureola romántica del período de entreguerras. Mario se rio de buena gana cuando le conté que en mi primer día en la ciudad había ido corriendo a Montparnasse y me había decepcionado, pues en sus bares no había ningún escritor o artista, sino una turba de turistas japoneses. En cambio, cuando él llegó a finales de la década del cincuenta, aún podías tropezar con unos cuantos veteranos, como el escultor Alberto Giacometti, al que siempre veía en La Coupole.
Un rato después, Mario anunció que había reservado una mesa en la Brasserie Lipp, cruzando el bulevar. Aquel restaurante de origen alsaciano databa de 1880 y desde sus inicios se había hecho muy popular por sus platos generosos y precios modestos. Hemingway lo había inmortalizado en “París era una fiesta”, cuando era “muy pobre y muy feliz”. Hoy ya no resultaba tan asequible para letraheridos con escasos recursos como este cronista. Con todo, su ambiente parecía transportarte a aquellos tiempos bohemios.
La conversación volvió a girar sobre las andanzas de nuestro novelista en París a partir de 1959. Había vivido en un pequeño hotel del Barrio Latino, el Wetter, situado en la Rue de Sommerard. Allí, en una buhardilla, compartió sus días con Julia Urquidi, su primera esposa, mientras escribía “La ciudad y los perros”. Mario se ganaba la vida a duras penas y, debido a sus magros ingresos, se quedó sin dinero para seguir pagando la habitación. Sin embargo, para su sorpresa, Monsieur y Madame Lacroix, quienes regentaban el establecimiento, consintieron en darle crédito y esperar que pudiera solventar la deuda, la cual se incrementaría durante varios meses más. Cosa curiosa, algo similar le ocurrió a García Márquez entre 1955 y 1957. El autor colombiano se alojaba en el Hotel de Flandre, otro hospedaje barato del barrio, pero que no conseguía pagar. Esta situación apremiante se extendió durante un año y medio. Si no lo lanzaron a la calle, ello se debió a que los comprensivos administradores eran nada menos que los mismos Lacroix. Más adelante, ambos escritores se darían cuenta de esta feliz e insólita coincidencia.
Hacia el final de la cena, le revelé a Mario que, como buen fetichista literario, había intentado conocer los lugares que él había frecuentado cuando joven en París. No obstante, nunca había logrado dar con el hotel Wetter. Tal vez ya no existía. Mario frunció el ceño y me dijo que seguramente me había equivocado. En absoluto, le repliqué. Si bien no recordaba el número del local, había recorrido la Rue de Sommerard de cabo a rabo. Mario, escéptico, meneó la cabeza. Y, para zanjar el asunto, decidió que lo único que cabía era ir en ese momento en busca del mítico hotel.
Mario caminaba con paso firme y no tardamos en desembocar en la calle de marras. Al aproximarnos al número 9, donde debía estar el Wetter, su rostro adoptó una expresión de extrañeza. Sí, había un hotel, pero el letrero indicaba que se llamaba Jardin de Cluny. ¿Habría cambiado de nombre? Mario resolvió entrar. Patricia y yo fuimos detrás de él. El aspecto pulcro y moderno del interior delataba su categoría. Mario se dirigió al recepcionista. Era un joven africano, hacía poco que trabajaba allí y jamás había oído hablar del Wetter. Intrigado, Mario quiso saber cuál era la tarifa. El africano balbuceó una suma en francos (todavía no circulaba el euro). Mario hizo el cálculo y se asombró. Era un equivalente a unos doscientos dólares por noche. ¿Te imaginas?, me dijo. En mi época todos mis amigos artistas vivían en hoteles. ¿Cómo podría subsistir ahora un joven escritor en París con esos precios?
Mario parecía desconcertado. Había albergado la esperanza de que el Wetter de su memoria continuara intacto y le habría complacido mostrarme su legendaria buhardilla. Intuí que había sido alcanzado por la sombra de la nostalgia. Después de todo, aquel hotelito había significado mucho en su vida, cuando luchaba contra viento y marea por abrirse un camino como escritor, sin vislumbrar que llegaría un día en que sus logros superarían todas las expectativas.
Anduvimos un trecho sin decir palabra. De pronto pasó un taxi y Mario lo paró. Ellos iban en otra dirección y nos dimos un abrazo de despedida. En la mirada de mi querido maestro y amigo entreví un aletazo de melancolía. Luego subieron al automóvil y me quedé viendo cómo se alejaba hasta desaparecer en la noche deslumbrante de París. Empezaba a soplar una brisa fresca y alcé las solapas de mi saco. Con un poco de suerte conseguiría tomar el último metro.
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