En unos días Bob Dylan llegará a Barcelona para hacer lo suyo. Bob, por estas noches, sinatreando dylanosamente a Frank desde su flamante “Shadows in the Night”. Va a tocar en un festival pijo-vintage-by design y los precios de las entradas son, digámoslo, poco humanos. ¿Qué hacer entonces? ¿Gastar lo que no te han pagado? Tal vez, pienso, uno podría poner en práctica el ‘método Joseph Mitchell’: ir, darse una vuelta por los alrededores, escuchar desde afuera lo que conversan los afortunados que van a verlo y, más tarde, oír desde afuera esa voz soplando en el viento. Seguir a @ElDominicalEC !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
Y volver a casa y escribirlo y describirlo. Todo.
Sépanlo: Joseph Mitchell (1908-1996) fue uno de los puntales de la edad dorada de The New Yorker, tiempos en los que Sinatra sonaba en radios y en ballrooms y todos usaban sombrero. Mitchell —como Don “Mad Men” Draper— siguió fiel a su fedora y a su traje de Brooks Brothers más allá de las modas. Y dejó de publicar sus perfiles ciudadanos en 1964, justo cuando Bob Dylan dinamitaba la idea del crooner para imponer la del songwriter.
Sépanlo también new jornalists, new-new journalists y neo-croniquistas indianos: Mitchell lo hizo todo mucho antes y mucho mejor. Comprobarlo leyendo sus piezas maestras acerca de anónimos a inmortalizar de Manhattan en ese destilado de su arte que es “El secreto de Joe Gould” (en Anagrama, e inspirador de un filme más bien intencionado que bueno del gran Stanley Tucci), en su antología casi total “Up in the Old Hotel” o, como un fantasma vivísimo, en casi cualquiera de sus discípulos y médiums como Gay Talese, Tom Wolfe, Joan Didion o Janet Malcolm.
Mitchell fue hijo de granjeros y pésimo para las matemáticas. Por lo que no le quedó otra que hacerse periodista a partir de todo lo que, aseguraba, aprendió leyendo el “Dublineses” de James Joyce. Mitchell —cuyo don para escuchar y ver una gran pieza en lo que nadie escuchaba y veía era casi sobrenatural, dicen— descolló como magistral aprendiz en The Word, el New York Herald Tribune, el New York World-Telegram, entre otros periódicos que ya no existen (sus artículos allí están recopilados en “My Ears Are Bent”). Pero fue en el diario The New Yorker donde alcanzó su plenitud y gloria. Allí, también, fue donde se dedicó a un largo crepúsculo. Varias décadas sin entregar nada pero, aun así, acudiendo todos los días, trajeado y sombrereado, a su despacho para ver si algo surgía. Si volvía a ver y a escuchar. Pero no.
Los mitólogos dicen que ese vacío era el precio de haberdesenmascarado al auténtico farsante Joe Gould al poner por escrito que el supuesto libro cósmico que esta especie de epifánico bohemio del Greenwich Village venía escribiendo desde hacía años, “An Oral History of the World”, era una ficción irrealizada. Otros, menos literarios, aseguran que los criterios de perfección prosística de Mitchell se habían vuelto tan divinos que no habían conseguido otra cosa que poner de manifiesto la imperfección humana del mismo Mitchell. Algunos, más prácticos, diagnostican que el hombre arrastraba una depresión de cuidado a la que se refería como “the black dog”.
Entonces, a partir de entonces, 1964, silencio y buscar objetos en la basura y pasear por cementerios y lamentar el fin de una época.Todo lo anterior para decir que Mitchell —quien nunca se fue— ha regresado con la publicación, semanas atrás, de la biografía que le dedica el newyorkerófilo Thomas Kunkel: “Man in Profile / Joseph Mitchell of The New Yorker” (Random House).
Allí y aquí, de nuevo, la historia de un hombre bueno, de un generoso colega y de un marido ejemplar. Y la revelación de que Mitchell siguió escribiendo hasta su muerte: pero que empezaba mucho y no terminaba nada y que estaba paralizado y bloqueado, porque quería escribir sobre él mismo, y no podía. Y, horror, el descubrimiento de lo que todos los mitchellistas sospechábamos: resulta que sus personajes eran un compuesto de varias personas, resulta que sus conversaciones eran una mezcla de varios diálogos, a veces separados hasta por años de distancia. ¿Importa? ¿Cambia todo esto en algo la estatua de Mitchell quien, en más de una ocasión, postuló la “salvaje exactitud” como estilo? Los puristas gruñen que sí.
Pero tal vez, con “salvaje exactitud”, Mitchell no se refería a la realidad sino a la mejor manera de verla y de escucharla. Así, mejor pensar que a partir de ahora Mitchell es peor periodista pero mejor escritor, más songwriter que crooner.
En 1996, de vacaciones en la Gran Manzana, pasé de salida de ver los Hopper en el Whitney Museum, por una librería cercana: la magnífica Books & Co., hoy desaparecida junto con buena parte de la metrópoli que Mitchell caminó. Y desde afuera vi que estaba llena de gente. Entré y allí estaba, traje y sombrero, pocos meses antes de morir, Joseph Mitchell, leyendo fragmentos de “Up in the Old Hotel”. Yo ya tenía el libro, pero me compré otro ejemplar y le pedí que me lo firme. Y aquí lo tengo, junto a la pantalla, mientras escribo estas líneas y escucho a Dylan desgranar, a su manera, “Stay With Me”.
Yo estuve allí, sí.
Yo vi y escuché a Joseph Mitchell.
Y ahora remato este texto mintiendo de verdad que, mientras el hombre leía lo suyo como si cantase, afuera comenzó a nevar. No fue cierto entonces.
Pero es verdad a partir de aquí y de ahora.