Uno de los libros que más releo es el voluminoso e inagotable “The New Biographical Dictionary of Film”, del crítico cinematográfico y ensayista y novelista David Thomson, “el mejor escritor vivo sobre las películas”, según John Banville. Tengo las últimas tres ediciones de las seis que han salido desde 1975 (cada vez más aumentadas y corregidas) y la mole de Thomson resulta tan indispensable para la consulta del dato exacto (títulos, fechas, repartos) como para el disfrute de sus opiniones personales y discutibles y regocijantes hasta la carcajada o indignantes hasta el escalofrío (ejemplo: Stanley Kubrick está sobrevalorado y “2001: odisea del espacio” es un desastre). El asunto es que en mi primer “Dictionary” (2002) no aparecía Alan Rickman pero sí asoma en la del 2010 y reaparece —con mayor espacio y elogio— en la última hasta la fecha, la del 2014. La próxima incluirá una segunda fecha junto a la del nacimiento de Rickman (Londres, 1946): el 2016 de su reciente y dolorosa muerte para muchos de los que éramos sus fans confesos y que, sin importar tema o género, íbamos a ver películas “de Alan Rickman” con el mismo entusiasmo y devoción con los que degustamos películas “de Bill Murray”, “de Christopher Walken”, “de Jeff Bridges” o “de Donald Sutherland” (este último algo así como el hermano mayor siamés pero canadiense del inglés recién partido). Y Thomson no dice nada nuevo de lo que se dijo a la hora de tantas necrológicas que empezaron todas con un “Amado y admirado por el público” seguido por un “leal y generoso para con sus colegas”. A título personal, solo añadiré que me lo encontré una mañana en el bar de La Pedrera, me acerqué a saludarlo y darle las gracias, y se mostró como alguien de una amabilidad y simpatía exquisitas. “El agradecido seré siempre yo”, me dijo Alan Rickman con esa voz de Alan Rickman. Y, sí, parece que el único que tenía algo malo para decir de Rickman o haber experimentado alguna decepción con él fue Voldemort. Pero Thomson lo dice a su manera y como ninguno. Precisa que venía de la clase trabajadora (hijo de ama de casa y padre obrero de fábrica que murió cuando Rickman era un niño) y que fue un laborista de toda la vida; que empezó como diseñador gráfico, que entró en la prestigiosa escuela de arte dramático RADA a mediados de sus veinte años con ese aire de pasaba por aquí y entré a ver qué ocurría. Thomson comenta también su condición natural de malo buenísimo o de buenísimo malo de voz inconfundible y celebrada por los profesores de lingüística como la mejor del mundo (“Contribuyó significativamente a esa forma del sentimentalismo norteamericano: si necesitas un gran villano, elocuente y con impecable dicción a la hora de cada maldición e insulto, contrata un actor británico) y su condición de sex-symbol atípico e inteligente con esa tan british pésima dentadura (“Si alguna vez te encuentras en una sala de espera de un consultorio solo para mujeres en el más absoluto de los silencios, te bastará con decir ‘Alan Rickman’ para que el lugar estalle en suspiros y comentarios en el tiempo que demoras en encender un fósforo”), aunque apólogo de la monogamia y junto a la misma mujer con la que se casó al cumplir su cincuenta aniversario juntos. Pero Rickman era más que eso y su virtud estaba en rickmanizar personajes que, de no ser por él, hoy nadie recordaría demasiado: su debut en la gran pantalla, “porque yo cobraba muy poco”, como el eurovillain definitivo Hans Gruber haciéndole sombra a Bruce Willis en la primera “Duro de matar” (y casi escupiéndole un “¿Quién eres tú? ¿Otro de esos norteamericanos que fueron demasiado al cine de niños? ¿Otro huérfano de una cultura en bancarrota que se cree John Wayne?”); el Sheriff de Nottingham eclipsando a Kevin Costner en aquella “Robin Hood” (con exclamaciones impagables e improvisadas por él como “¡Se acabaron las decapitaciones piadosas! ¡Y queda cancelada la Navidad!”); y el primero siniestro y luego atormentado y amoroso Severus “Always” Snape en la saga “Harry Potter” (única exigencia de casting hecha por J. K. Rowling). Pero Rickman fue, además, el mejor Valmont de “Las relaciones peligrosas” sobre las tablas (se dijo que toda dama salía del teatro con ganas de hacer el amor “pero, preferentemente, con Rickman”; él nunca dejó de gruñir porque su personaje fuese a dar a John Malkovich en la versión fílmica); el Eamon de Valera en “Michael Collins”; el fantasma enamorado y cellista de Jamie de “Truly, Madly, Deeply”; el coronel Brandon de “Sensatez y sentimientos”; el curtido detective David Friedman en la New Orleans de “El beso de Judas”; el rey jardinero Louis XIV en “A Little Chaos” (escrita y dirigida por él mismo); el Rasputín para la biopic de la HBO; el ángel Metatrón en “Dogma”… Y mi Alan Rickman favorito: el adorador de Proust y exitoso y excéntrico agente de bolsa y analista financiero Sinclair Bryant en el drama incestuoso “Close My Eyes”… Y si Rickman estuvo por todo lo alto en la obra, también lo estuvo en la vida. Y esa altura nunca se hace más evidente que en la última escena y telón de la muerte que, seguro, nos roba antes de tiempo a quien habría sido un gran rey Lear como supo ser un gran Hamlet. Rickman falleció a la misma edad, de la misma enfermedad, la misma semana terribilis y con la misma elegancia y discreción (sin requerir la pena ajena ni querer molestar a nadie con sus penas más allá de su círculo íntimo) que David Bowie. Rickman nunca fue nominado para un Óscar (aunque su rostro, seguro, será de los más aplaudidos en la próxima entrega y sección In Memoriam desde el teatro Kodak de Los Angeles) y nada le preocupó menos: “Los premios son para los roles y no para los actores”, dijo. Odiaba los selfies, los teléfonos que hacen demasiadas cosas que los teléfonos no tienen por qué hacer, y “el que la vida no sea un poco más tierna y el arte más robusto”. Tal vez ninguna de sus máscaras lo muestra más y mejor —un genio en un mundo tonto— que su rol como el sufrido actor clásico Alexander Dane resignado a solo haber triunfado como Dr. Lazarus, el alien de raza mak’tar del planeta Tev’Meck con cráneo acaracolado. Alguien condenado a ser reconocido (Rickman soportaba con entereza y sonrisa torcida y afecto por los niños su fama como Severus Snape) por fans y freaks en convenciones gracias a la vieja serie sci-fi de culto “Galaxy Quest”. Y obligado allí a repetir una y otra vez, como si fuese algo de Shakespeare, la frase “¡Por el martillo de Grabthar, por los soles de Warvan, juro que serás vengado!”. Por el martillo de Grabthar, por los soles de Warvan, juro que serás recordado.
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