Cuando eres padre, las noticas fatídicas que involucran a niños se vuelven insoportables; tanto si se trata de niños que mueren o sufren accidentes, como de niños que pierden tempranamente a sus padres. Lo que no soportas, en rigor, es imaginar que tus hijos podrían haber sido víctimas de una desgracia similar, y colocarles momentáneamente su rostro a esos cadáveres pequeños, o a esos niños desamparados.
Me pasó la otra tarde cuando leí una noticia que, como la gran mayoría de informaciones, quedó en el instante sumida en el olvido, aplastada por otras más escandalosas o supuestamente más importantes.
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En Lima, puntualmente en San Juan de Lurigancho, mientras viajaba en una combi con su hija de dos años, una joven de diecinueve años murió a consecuencia de una bala perdida. Ese era, más o menos, el titular. El incidente resultaba más dramático al conocer los detalles: un sicario realizó el disparo en su intento por matar a un mototaxista al que venía persiguiendo. Increíblemente, ninguno de los pasajeros se percató de que la mujer yacía sin vida en el último asiento y, solo cuando la combi llegó al último paradero de su ruta, en Canto Grande, el conductor y el cobrador se dieron cuenta de que estaba muerta. Se llamaba Diana. Bajo su cuerpo, encontraron, llorosa y tiritando, a la niña.
Los padres de Diana contarían más tarde –en una nota para la televisión durante el velorio– que esa mañana su hija había tomado la combi cerca de la cuadra 3 del sector Huáscar para ir a comprar un biberón. También dijeron que trabajaba preparando desayunos, con la idea de ahorrar dinero para poder estudiar algún día. No faltaron en la nota pedidos destinados a caer en un saco roto: que se haga justicia, que se identifique a los responsables, que el asesinato no quede impune.
En esta historia todo, absolutamente todo está mal. La bala disparada por el sicario es solo el estruendo final de una larga cadena de hechos trágicos que en el Perú se han vuelto rutinarios: la pobreza, la precariedad familiar, la informalidad, no hablemos ya de la inseguridad y la violencia en sí.
Hace unos días, en una entrevista con Zaraí Toledo, oí al doctor Eduardo Moncada, especialista en criminalidad urbana y profesor de la universidad de Columbia, decir algo de lo que nadie habla: detrás de la criminalidad, lo que está al fondo, lo que explica su existencia y consolidación en Perú y el resto de la región, es la desigualdad económica, la falta de empleo y la frustración y desesperación que conllevan. Todo eso crea, señaló Moncada, «una fuerza laboral para el crimen organizado».
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Algún día, cuando se haga mayor, la hija de Diana hará preguntas incómodas queriendo sobre cómo murió su mamá. El trauma vivido en septiembre del 2024, cuando tenía dos años, activará ese futuro deseo de saberlo todo. Y aunque sus abuelos o tíos, para protegerla, eviten contarle los pormenores de lo ocurrido en esa calle de San Juan de Lurigancho, a ella le resultará muy sencillo encontrarlos en Internet. Comprenderá entonces que a su madre no la mató una bala perdida, no la mató un sicario, no la mató la mala suerte. A su madre la mató un país, su propio inexplicable país. Entonces aprenderá a odiarlo con todas sus fuerzas, y muy posiblemente buscará todos los medios necesarios para irse lejos, muy lejos, a un lugar donde el miedo no esté impregnado en el aire, a un barrio sin disparos, sin cadáveres, sin sangre en el asfalto, un lugar donde una madre joven pueda salir una mañana a comprar un puto biberón y no acabar muerta.