Al verse en campo abierto trató de avistar algún movimiento entre las hileras de autos estacionados a ras de su vista, pero era un poco como examinar ganado en la pampa para determinar cuál mugía. Por puro azar detectó al gordo corriendo a unos veinte o treinta metros de distancia. Huía hacia el mismo Corolla azul en el que había comenzado a corromperlo, aquel día en que sacó billetes de la guantera. Iba a llegar antes que él. Pero Manny, en lugar de emprender la carrera, buscó algo con la vista por el pavimento que lo rodeaba. Retrocedió un par de pasos y se agachó. Entonces sí echó a correr y cuando dobló para enfilar hacia el auto llevaba un trozo de asfalto del tamaño de un libro pequeño en la mano izquierda, mal asido debido a su dificultad para doblar el pulgar. Cuando alcanzó el lugar, la puerta del conductor estaba cerrándose. Manny amagó estirar el cuchillo que llevaba en la derecha para obstaculizarla, pero un reflejo de último minuto debió contenerlo. Casi en el mismo movimiento —al frenar, con la inercia de su carrera transfiriendo la energía a cualquier músculo que pretendiera seguir— alzó el brazo izquierdo en una furibunda volea y soltó el adoquín. Su dedo fisurado debió dolerle como los mil demonios (con perdón de la expresión) pero no lo notó. La ventanilla reventó con un estallido de diamantes y platillos. En ese momento, al ver la expresión de Peguero, que se había agachado y alzaba ambos brazos para protegerse, vaciló por un instante. Cayó una primera gota del cielo. El movimiento continuó su curso y la punta de aquel cuchillo de cocina —que ni sabía que llevaba— acabó frenando a pocos milímetros de su enemigo. Manny se descubrió apuntándole a un lugar indefinido entre la papada, la oreja izquierda y el cachete. Pero lo que más lo impresionó fueron los ojos de Peguero, que estaban muy abiertos y al mismo tiempo daban la impresión de haber quedado en blanco porque sus irises se habían arrinconado hasta la mismísima esquina, desde donde vigilaban la punta del arma.Escuchó su propia voz con absoluta sorpresa: “¿Dónde están, conchatumadre? ¿Dónde se han metido?”. “¿Q-q-quiénes? ¿De qué me hablas, hermano?”. Blandió el cuchillo sin siquiera pensarlo y el gordo soltó un gritito. “¡Háblame, conchatumadre! ¿Dónde están Humberto y Marlene? ¿Qué se han robado?”. “No sé de qué me hablas, Manuel. ¡Por Dios!”. El segundo envión lo hizo saltar hasta donde pudo, que no era mucho porque sus piernas tubulares estaban aprisionadas bajo el poste del timón. Manny no tenía idea si le habría sacado sangre. Se había enceguecido cuando le escuchó decir ‘no sé de qué me hablas’ y ahora metía casi medio cuerpo por el aro dentado de la ventanilla para atacarlo. “¡Marlene y Humberto, ¿dónde carajo están? ¿Quiénes son los que me buscan a mí?”. “No se llaman Humberto y Marlene”.“¡Habla, mierda!”. El gordo se repantigó lateralmente para alejarse, posicionado como si quisiera morder la manija de la puerta opuesta. El cuchillo había bajado ligeramente y ahora le apuntaba al pecho. “No se llaman Humberto y Marlene...”, tosió. “Esos no son sus nombres reales. Se llaman Alfonso y Johanna. Pero no están en su casa. Ella se ha puesto mala”. “¿Cómo mala?”. El gordo tosió otra vez y aprovechó para empezar a incorporarse. Manny accedió a retroceder mínimamente, pero él trepó lo suficiente como para agarrarse del respaldo del asiento de copiloto. “Se ha puesto mala. De su embarazo. La internaron hace un par de días”. “¿Adónde?”. “¡Yo qué sé!”. “¡Habla, carajo!”. “¡Yo qué sé, Manuel!”. El exabrupto de indignación le dio energía para enderezarse y no le sorprendió que Manny se dejara tirar para atrás, retirando la punta del cuchillo. Debía haber una cantidad específica de segundos tras la cual los amateurs aflojaban. “Yo no sé dónde estarán, Manuel. A mí me contrataron para este trabajo. Me contrató otra persona. ‘Necesitamos un apartamentito, tú conoces a alguien, patatín patatán’. Yo no los conozco más que de eso. ¡Qué sé yo dónde carajos estarán! Solo escuché que ella se había puesto mala y que la habían internado. Tú qué sabes: por allí a estas alturas ya está muerta”. El gordo sonrió siniestramente y Manny se sintió como un cojudo porque a través de todo el vértigo emocional —la adrenalina suplantando a su sangre en burbujas, su mano agarrotada sobre la empuñadura, el corazón latiéndole tan intensamente que era como si todo él fuera un tambor— tuvo espacio en algún rincón para decepcionarse. “Ya estará muerta y tú andas persiguiendo fantasmas”. “¿Dónde, carajo? ¡¿Dónde?!”. El gordo ya no retrocedió, aunque blandiera el cuchillo. “¡Ya te dije que no sé! En algún hospital. Por aquí en Montefiore, seguro. Si tanto quieres ir a verla”. “¿Alfonso y Johanna?”. “Alfonso Cifuentes se llama él. Dice que es dominicano, pero yo no sé. Y ella se apellida Sanders o Senders, algo así”, tosió otra vez y se animó a taparse la boca con una mano. Había comenzado finalmente a mover los brazos, aunque no para oponer resistencia. “Un apellido gringo. Sanders, como el coronel de Kentucky Fried Chicken”. “Sanders”, repitió Manny. “¿Están por acá, en el Bronx?”. “Seguro. Qué se yo, Manolo. ¡No todos los hispanos viven en el Bronx!”. “¿Dónde?”. “En Queens, si tanto te interesa. El apartamento que yo conozco está en Jackson Heights. Pero puede que tengan otros”. ‘Queens’ era como si le dijeran ‘Marte’, pero insistió: “¿Dirección?”. “En la 37 avenida. No sé el número, pero es entre 80, 82, 84, más o menos. Encima de una panadería colombiana. Entras por una puertita al lado de la panadería. Segundo piso. D creo, o E. Yo solo fui una vez”. “¿Y por qué me buscan a mí?”. El gordo sacudió la cabeza. “¡Diantre! ¡Te me caíste del cocotero, m’hijo!”, exclamó. “¿Es que naciste ayer tú?”. Manny lo miró absorto. “Porque les dieron falsa, pues, Manolito. ¿Por qué crees?”. “¡¿Falsa?!”.A la velocidad con que se pasa una página, su perplejidad cedió ante la sensación de no caerse de las nubes. “Falsa, pues. O una mierda que era casi puro corte. Eso es más viejo que mear de pie. La única trafa más común debe ser agarrar la plata y salir corriendo, ¿no? ¿Ahora ya puedo recoger mis llaves?”. “Despacito”. Hizo gala de mantenerle la punta del cuchillo cerca del cogote mientras el gordo se doblaba trabajosamente hacia los pedales. El miedo lo ayudaría a tocarse los pies, cosa que probablemente no había hecho desde la pubertad. Alcanzó el llavero y se volvió a enderezar con un suspiro. Hundió las llaves en el contacto. “¿Y de verdad hacían donativos? ¿A la iglesia?”. “Todo el mundo hace donativos”, respondió, mirándolo de frente. “Mira: si tú quieres andar buscando, dale”. Manny había bajado el cuchillo y mantenía ambos brazos junto al cuerpo. Se inclinaba ligeramente hacia la ventanilla, donde el rostro redondo de Peguero parecía el de un querubín orlado por un marco diamantino. “Pero te doy un consejo, de uno que sabe: quédate tranquilito. Te han trabajado bien la cara y no les has dicho nada, así que por allí ya saben que no sabes. Ahora, esos mismos tigres los deben estar buscando a ellos. Déjalos que se arreglen”. Estiró la mano para abrir la guantera y Manny volvió a abalanzársele con el arma. “¡Epa!”. “¿Qué pasa?”, reculó Peguero, riéndose. “No saltes. No estarás pensando que te voy a sacar un fierro, ¿no?”. Lo miró casi con lástima. “Yo no soy de andar con fierro, Manolo. Y tú no vales la pena para echarte fierrazos. No eres nadie. Eres una mierdita”. “¡Cállate!”. El gordo encendió el motor. “Solamente te iba a dar algo para que te quedaras tranquilo, hombre. Una propina. Una ayudita. Para que te mudes de esa covacha tuya y te olvides. Y eso que ni siquiera te voy a cobrar por esto”, le dijo, señalando la ventanilla trizada. “Pero se ve que te gusta armar lío, ¿no? Ni modo, pues”, exclamó. “Ve con Dios”.Libro: Las esquinas redondeadasAutor: Mario MichelenaEditorial: EstruendomudoPáginas: 438Precio: S/.49.90
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