En 1918, al concluir la Primera Guerra Mundial, las naciones vencedoras honraron a sus numerosos héroes anónimos, a los soldados desconocidos que muchas veces tuvieron como sepulcro fosas comunes o una cruz sin nombre ni fecha. Inglaterra, Francia, Italia, Portugal y Estados Unidos fueron los primeros países en levantarles bellos monumentos como testimonio perdurable de homenaje y gratitud. Destacan el inglés por su elegante sobriedad, el italiano por sus reminiscencias clásicas y el portugués por su honda religiosidad.
Entre nosotros, El Comercio lanzó la idea, de inmediato recogida por múltiples instituciones, de honrar a nuestros héroes anónimos de la guerra con Chile con un monumento. El gobierno de Augusto B. Leguía hizo suya la multitudinaria solicitud y el 18 de noviembre de 1921 se publicó una resolución suprema disponiendo la construcción de un monumento que conmemorara “la heroica defensa del Morro Solar”. Luego de elegir el lugar adecuado, los cuerpos de las guarniciones de Lima y alrededores designarían dos hombres cada una que serían alojados en la Escuela Militar de Chorrillos y servirían como operarios en la construcción de la obra. La Escuela de Artes y Oficios se ocuparía de preparar los modelos y de fundir los bronces. El monumento costaría 1.700 libras esterlinas tomadas del presupuesto del Ministerio de Guerra.
La primera piedra
El domingo 27 de noviembre, aniversario de la batalla de Tarapacá, tuvo lugar la ceremonia de colocación de la primera piedra. Ese día El Comercio publicó un entonado editorial: “El soldado desconocido peruano, el héroe anónimo, aquel que durante cuatro años fue gota a gota ofrendando al país la sangre de sus venas generosas, va a tener un monumento simbólico, bajo el cual reposarán sus huesos, en un monte que fue teatro soberbio de sus virtudes. A este monte acuden hoy, en peregrinación augusta, las ternuras de todos los corazones, y en el monumento que allí va a levantarse, el Perú se mirará a sí mismo y se llenará de orgullo”.
Desde las primeras horas de la mañana del mencionado día, trenes especiales llevaron a Chorrillos jefes, oficiales y personal de tropa de las tres armas, con uniforme de gala, que formaron en la Plaza Matriz del balneario. En la puerta de la iglesia se levantó un altar para que el arzobispo de Lima, monseñor Emilio Lissón, oficiara una misa de campaña. Hubo también tabladillos entoldados para las autoridades civiles, militares y religiosas encabezadas por el jefe del Estado. En lugar preferente se habían colocado seis ataúdes cubiertos con banderas peruanas que contenían los restos de soldados caídos en la batalla de San Juan y que una comisión extrajo previamente del osario de Miraflores.
Concluida la ceremonia religiosa, sobre las 10:30 de la mañana, se emprendió la marcha en pos de la cumbre del morro. Encabezaba el cortejo el presidente Leguía. Una vez llegados al lugar elegido, como informó con detalle un cronista de El Comercio, formaron las tropas y se procedió a la inhumación de los seis soldados desconocidos en una fosa de cemento hecha de antemano. El ministro de Guerra, Germán Luna Iglesias, hijo de Catalina, hermana menor del general Miguel Iglesias, conteniendo una comprensible emoción, dijo con acento vibrante: “Por encima de la fatalidad que nos perseguía encadenando errores y desastres, el heroísmo sereno de los jefes y la abnegación de los soldados que lucharon aquí hasta quemar el último cartucho, como en el otro morro legendario, se alzan, sin desfallecimientos y sin vacilaciones, con la pureza de un holocausto. Hoy se ha pagado la deuda nacional de honrar la memoria y enaltecer el ejemplo del soldado peruano caído estoicamente en estos campos donde se libró tan desigual combate”.
Conmovedor heroísmo
La historia recuerda, con infinidad de testimonios, cómo el general Iglesias y un reducido grupo de oficiales y soldados resistieron el avance del enemigo hasta, literalmente, quedarse sin una sola bala en las armas empuñadas con fiereza numantina. Fue entonces que Iglesias no tuvo más remedio que rendir su noble espada y al descender, sorteando cadáveres de combatientes, se encontró súbitamente con el de su hijo mayor, Alejandro, empapado en sangre. No hay palabras para describir tan atroz tragedia.
La ceremonia concluyó con las palabras del presidente Leguía: “Honrar a los hombres que mueren en defensa de la patria, es honrar al pueblo de cuyo seno salieron, porque todo mérito individual irradia sobre la colectividad que lo engendra y dirige. El monumento cuya primera piedra colocamos hoy, tiene, sobre todo, mi preferencia, como consagrado a ensalzar a esos héroes, que no por desconocidos, y hasta anónimos, merecen menos la admiración y la gratitud nacionales. ¡Cuántos modestos hijos del pueblo perecieron en la guerra implacable, ofreciéndose en holocausto sobre el ara santa de la dignidad del Perú, en la condición de simples soldados; sin siquiera el consuelo de un recuerdo póstumo, en la memoria de esta patria por la cual pelearon hasta morir!”.
El monumento fue inaugurado solemnemente el 27 de noviembre de 1922.
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