A los años especialmente nefastos, como el pasado 2020, se los denomina annus horribilis. La sucesión de años terribles, en cambio, no tiene una expresión latina que la encorsete o adorne. Las rachas no son tan usuales, pero ocurren. Uno de los grandes testimonios de una de ellas lo dio el poeta japonés Kamo no Chōmei, quien, durante el siglo XII, vivió una seguidilla de catástrofes difícil de igualar: un incendio dejó en cenizas Tokio en 1177; un huracán destruyó Kioto tres años después; ese mismo año, la capital tuvo que ser desplazada a Fukuhara debido a una guerra civil; entre 1181 y 1882, una mezcla de sequías e inundaciones ocasionaron dos años de hambruna; finalmente, en 1185 un gran terremoto no dejó edificación en pie. Deben ser los peores siete años que le hayan tocado sufrir a una población.
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A pesar de su origen nobiliario, al cumplir 50 años, Chōmei decidió imitar a los eremitas, abandonó su hogar y buscó refugio en el monte Hino, donde armó una cabaña precaria y se dedicó a vivir de los frutos que recogía. Escribía poemas, tocaba una suerte de laúd y, durante los inviernos, se calentaba con la leña que proveía el bosque colindante. Finalmente, tuvo calma para reflexionar. El resultado es Pensamientos desde mi cabaña (Errata Naturae, 2018).
Para el lector laico, el opúsculo puede ser leído como una cavilación de aliento poético sobre la tensa relación del hombre con aquello que lo rodea. En la contemplación del entorno y en la introspección disciplinada, se hallarían las claves para alcanzar un estado de balance y paz, incluso ante las situaciones adversas: “Al despertar durante las noches de invierno, atizo los rescoldos entre las cenizas y los convierto en mis amigos”. Hay un puente con lo que muchos siglos después sería el trascendentalismo de Emerson y Thoreau.
Pero estos Pensamientos… son también un documento sobre la resistencia espiritual desde el budismo ante la crudeza de lo terrenal. En sus páginas, se sostiene que la renuncia al mundo exterior es un paso previo a la iluminación (Chōmei se reconoce dentro de la doctrina mahayana) y se invoca al desapego como único camino: “Conociéndome y conociendo el carácter transitorio del mundo, no deseo nada que esté fuera de mi alcance y tampoco me inquieto por lo que no tengo. Solo busco la tranquilidad y el placer que me ofrece la ausencia de toda angustia”.
Desde una mirada occidental y católica, se extraña la reivindicación de la empatía y la compasión por el prójimo ante el desastre. ¿No hay paz, también, en servir al otro?
No se encontrarán aquí respuestas sobre cómo encarar el dolor o el dolor de los demás, pero sí preguntas bellamente formuladas. Como bien sostiene Jacqueline Pigeot en el posfacio, el libro está iluminado por metáforas, de las cuales la figura de la casa es la más importante. Su aparente solidez y su probable ruina, la esforzada construcción y el inevitable abandono son algunas de las polaridades que sirven para que Chōmei indague en aquello que es permanente y en lo que es efímero. La dicotomía no queda abierta: el poeta encuentra superioridad moral en el retiro y en la precariedad.
Nueve siglos después, es difícil resistirse a estos hallazgos.