“Me retracto de todo lo dicho”, advirtió el inclasificable poeta chileno Nicanor Parra de manera irreductible, rumbo al largo final de sus días. Murió en el 2018 a los 103 años, en pleno derecho de su deslumbrante ironía y permanente insubordinación. Y con esa frase sintetizó la incuestionable dualidad que habita en la mayoría de escritores, que oscilan entre el dolor y la gloria, igual que en la película de Almodóvar.
Y hablando de cine, en 1934 un desconocido redactor publicitario llamado Robert Pirosh decidió enrumbar hacia Hollywood en busca de su sueño: convertirse en guionista. Una vez instalado, envió una carta a todas las personalidades relacionadas con la industria cinematográfica y finalmente logró su objetivo. ¿Cuestión de suerte? Nada de eso. Lo consiguió a través de la eficacia e ingenio de su carta, que entre otras cosas decía: “Me gustan las palabras. Me gustan las palabras gruesas, mantecosas, como rezumar, bajeza, pegajoso, alcahuete. Me gustan las palabras solemnes, angulosas, chirriantes, como mojigato, cascarrabias, pecuniario. Me gustan las palabras dichosas, risueñas, como remolino, gorgoteo y riachuelo”. Y concluía así: “¿Podría intercambiar algunas con usted?” Como consecuencia, consiguió varias entrevistas y se convirtió en un prolífico y famoso guionista de cine y televisión con diversos galardones en su haber.
El escritor español Javier Cercas afirma que la literatura no sirve para nada, excepto para salvarnos la vida. Que no es poca cosa. Una suerte de antídoto contra la muerte. Aunque en una vuelta de tuerca, algunos escritores han sucumbido por decisión propia, arrastrados por un insólito destino. Para recordarlos, podemos nombrar a nuestros entrañables Luis Hernández y José María Arguedas, a Sylvia Plath, Ernest Hemingway, Alejandra Pizarnik, Yasunari Kawabata, Alfonsina Storni, Virginia Woolf, que no lograron sincronía con la versión de Cercas, ni con la carga de su existencia. La literatura no acudió en su ayuda en esos momentos de claudicación definitiva. No obstante, hay escritores que se resisten incluso a morir. Prueba contundente es la frase escrita sobre el ataúd de Nicanor Parra: “Voy y vuelvo”.
Un arma de doble filo
La literatura es una amante peligrosa. El lugar de las cosas perdidas. Y el escritor transita por tierras baldías tratando de encontrarlas y ponerlas en su lugar. Pero ese supuesto orden incomoda, cuestiona, perturba. Al mismo tiempo que deleita, emociona y reconforta. La literatura altera la realidad, generando zozobra y tormentas interiores, pero el sedimento final se convierte en un hallazgo. Escribir es un viaje arriesgado que no necesariamente nos lleva al paraíso, pero sí a ese lugar donde abrigan las palabras.
Mauricio Molina, el muy querido escritor mexicano que falleció hace apenas un año, solía decir que la literatura era una actividad poco recomendable. “Soy de los que piensan que quien escribe en busca de la felicidad ya ha perdido la partida. Una vez que veo publicado algo mío siento una suerte de vaga culpa. Cuando llega el momento de releerme me dan ganas de meterme debajo de las piedras”. ¿Masoquismo entonces? No. Obsesión, un vicio tan difícil de dejar como el del fumador empedernido.
Por su parte, el colombiano Héctor Abad Faciolince (“El olvido que seremos”), que precisamente llega a Lima invitado a la Feria del Libro, escribió a sus 27 años en uno de sus diarios que se autodenominaba como un periodista part time, un profesorsuelo de español fracasado, suicida inminente, desgraciado, escritor sin éxito. Hoy, a sus 63 años, ha publicado innumerables obras, tiene múltiples reconocimientos, y es considerado uno de los autores más importantes de Latinoamérica. Alfaguara publicó el año pasado esos diarios en España bajo el título de “Lo que fue presente” (Diarios 1985-2006).
Dos ebrios geniales
Luego de publicar “El gran Gatsby” (1925), Scott Fitzgerald se sumergió en la que sería su cuarta y última novela: “Tierna es la noche”, la cual le tomó nueve años escribir. Fitzgerald le pidió su opinión a su gran amigo Hem. No estoy segura de que la respuesta fuese la que él esperaba, pero Hemingway le respondió en una carta larga y sincera, de la que cito fragmentos: “Hay cosas maravillosas (en tu novela), y nadie más es capaz de escribir nada que sea la mitad de bueno, pero has hecho demasiadas trampas. Y no te hace ninguna falta... Me encantó verte. Que estuvieras sobrio y habláramos de algunas cosas. Mira Bo, tú no eres un personaje trágico. Yo tampoco. No somos más que escritores... Ahora eres el doble de bueno que cuando te creías tan maravilloso, ahora puedes escribir el doble de bien que antes. Solo necesitas decir la verdad y no preocuparte por el destino que le corresponda a tu obra. Ponte a escribir”.
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