Tomó el dolor como materia prima y lo convirtió en arte. Pero también hizo lo propio con lo más sublime y hermoso de la vida. Mezcló todo en un crisol llamado literatura. Todo eso, y seguro más, es la obra de Yasunari Kawabata (Osaka, 11 de junio de 1889 - Zuchi, 16 de abril de 1972), un escritor cuya sensibilidad le confirió la virtud de describir lo más delicado de la naturaleza humana, abarcando todos sus matices.
La suya fue una vida marcada por la pérdida. De sus padres, de su hermana, de sus abuelos. Su infancia y adolescencia se vieron enlutados con la partida secuencial de sus seres queridos. Tal vez por eso, de adulto, no soportó la pérdida de su más entrañable amigo, Yukio Mishima, quien se suicidó en 1970. Dos años más tarde, Kawabata le siguió los pasos.
Discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, 1968
Cartografía de un corazón japonés
El investigador argentino Sebastian Albizuri, en su trabajo titulado “Kawabata: algunas consideraciones estéticas” empieza abordando una inquietud que el escitor japonés Junichiro Tanizaki plantea en su libro El elogio de la sombra (1933): la problemática del habitar japonés. La problematización surge en la confrontación de dos maneras muy distintas de habitar, dos formas de ver el mundo. Por un lado, está la tradicional japonesa y por otro la occidental, que conlleva un proceso de modernización y una “mejora” en la forma de vida.
Albizuri parte de esta premisa para hablar de Kawabata y aquello que se escapa al lector que no ha experienciado Japón. “La mirada [de Kawabata] se centra en un Japón. No el cosmopolita, no en la metrópoli, sino en el Japón tradicional, alejado de las grandes ciudades. Se produce una inclusión de aquellos que habitan este Japón (olvidados por la Historia universal), un detenimiento en un grupo humano, habitante de espacios dejados atrás por la modernización. A la vez, se produce una exclusión: todo occidente queda fuera de ese lugar por no haberlo habitado. Se pierde esa experiencia”, escribe.
“Al contemplar la belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos en flor, es decir, cuando despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad. La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y compañerismo, de modo que la expresión ser querido puede ser equivalente a ser humano”.
El investigador destaca también una relación particular con el tiempo, la belleza y la melancolía. “Se plantea un tiempo de la detención, de la contemplación. No es el tiempo de las grandes ciudades. Hay una búsqueda de un tiempo anterior al de los relojes: el de la meditación. Este alejamiento marca el habitar y promueve una estética. Hay una cualidad de belleza en la oscuridad (opuesta a la luz artificial de las noches de las grandes ciudades) y a la melancolía que esta produce. La melancolía produce una añoranza, un deseo por algo no perdido porque nunca se tuvo. Una sensación de insipidez en el cuerpo. La belleza también posee un carácter efímero, a punto de desaparecer. El objeto presenta cierta ineficiencia: la sensación de desaparición de lo que lo hace bello”, apunta.
Lo interesante de este análisis académico es que no se aleja del corazón de la obra de Yasunari Kawabata. Tal vez el título de una de sus novelas más famosas, Lo bello y lo triste, publicada en japonés en 1968 y traducida a varios idiomas en 1977, sea la mejor forma de resumir su trabajo. Estamos frente a un autor del que se conservan solo 14 títulos: doce publicados en vida, una colección de sus cuentos y un libro que reúne su correspondiencia con Yukio Mishima.
Kawabata nunca se casó. Tal vez volcó en sus libros todos los misterios de su corazón.
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