Es paradójico: la ingente información que pone en nuestras manos el ciberespacio —en una medida que nunca antes se creyó posible— sumada a ciudadanos carentes de herramientas críticas para discernir entre buenos y malos argumentos, entre buena y mala evidencia, trae como consecuencia desinformación. Y en este contexto, no resulta exagerado señalar que este enorme caudal constituye una amenaza latente para el orden democrático y una nefasta oportunidad para el surgimiento del populismo y el siempre peligroso avance del autoritarismo. Situación semejante supone el alto riesgo de poner en jaque el orden democrático.
En la llamada era de la posverdad, las noticias falsas, el pensamiento mágico, las teorías conspirativas y los bulos de todo tipo se multiplican incesantemente a través de diferentes plataformas comunicativas. Si la lógica puede mostrar su utilidad, es en un contexto como el actual en el que, especialmente, sus virtudes esclarecedoras habrán de ser estimadas de particular ayuda. Las falacias, argumentos que exhiben una aparente corrección, pero que, en realidad, adolecen de ella, transitan en medio de este terreno sembrado de argucias.
Fue Aristóteles, como se sabe, el filósofo que se ocupó del sistemático estudio de estos razonamientos torcidos. El filósofo de Estagira se lanzó a esta labor espoleado por los argumentos viciados que escuchaba formular a los sofistas. Estos personajes incrementaron sus arcas enseñando el arte de la erística, es decir, cómo ganar un debate a cualquier precio, ya sea apelando a razones, ya a emociones, o incluso recurriendo a la fuerza.
Muchos de sus discípulos se convirtieron en exitosos políticos y exponentes de la más perversa demagogia. Aristóteles buscó contrarrestar esta influencia a través del análisis de los argumentos empleados por aquellos maestros del razonamiento tramposo, a fin de mostrarnos cómo identificar aquellos vicios de la argumentación.
La lógica, la crítica y la reflexión
La obra aristotélica que contiene un análisis de este tipo pasó a la posteridad bajo el título de Refutaciones sofísticas, y fue escrita en el siglo IV antes de Cristo. El objetivo, como se venía diciendo, era poner en evidencia una serie de errores comunes —pero no por ello menos persuasivos— presentes en el proceso de la argumentación, de modo que aquel que emprendiera la labor de argumentar en el marco, por ejemplo, de un debate, adquiriera el conocimiento necesario para no incurrir en ellos y, al mismo tiempo, contara con los rudimentos necesarios para minimizar el riesgo de verse eventualmente timado por los argumentos falaces formulados por un eventual e insidioso adversario.
La utilidad de un conocimiento como el que nos legara el gran maestro de Alejandro Magno se hace evidente. Las falacias, sean voluntarias o no, se suceden peligrosamente en nuestro día a día. De ellas no se encuentra libre ni aun nuestro trato con familiares y amigos. Y, desde luego, su presencia es palmaria en el discurso político y en los debates de la vida pública. Ni siquiera el mismísimo mundo académico —presunto baluarte de conocimiento racional y objetivo— es inmune a lo que podría verse —en una analogía tristemente actual por las circunstancias que vivimos— como un virus que ataca los fueros del pensamiento.
El ejercicio de un pensamiento disciplinado por la lógica, que integre creativamente la crítica y la reflexión, sin duda, es un soporte importante en el fomento de una educación no dogmática e iluminadora, pues pensar críticamente supone pensar lógicamente. Otorgarle un lugar en la formación académica a esta franja del conocimiento humano constituirá siempre un acierto, pues, como hemos tratado de mostrar a través de lo expuesto, la lógica es de utilidad no solo para los teóricos de esta disciplina, sino también, y particularmente en estos tiempos, como valioso instrumento para procurar desterrar el culto a la mentira que se practica con inquietante insistencia en este mundo de redes sociales y fake news.
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