Por: Óscar Augusto García Zárate [1]
El término ‘eutanasia’ viene de las voces griegas eu- y -thanatos, que significan ‘buena muerte’. Entendemos la eutanasia como el acto de poner fin a la vida de una persona enferma sin probabilidad razonable de cura con el objeto de evitarle sufrimientos permanentes innecesarios. Con ‘sufrimiento’ no nos referimos única o necesariamente al dolor físico. De hecho, estudios realizados en lugares donde la eutanasia es legal, como Holanda y cinco países más en el mundo, por ejemplo, muestran que menos de la tercera parte de personas que solicitan la eutanasia lo hacen por dolores físicos. Un alto porcentaje de individuos requieren la eutanasia por el pesar psicológico de una calidad de vida mermada a causa de la incontinencia o la parálisis o por la depresión producto del verse absoluta e irreversiblemente dependientes de otros por lo que les quede de vida.
Suele pasar que la eutanasia se realice a pedido del paciente, en cuyo caso hablamos de eutanasia voluntaria. Pero puede ocurrir, asimismo, que la eutanasia se efectúe sin el consentimiento del paciente debido a no encontrarse este en uso pleno de sus facultades mentales. Ello nos permite hablar de eutanasia no voluntaria. La moralidad de este par de prácticas se encuentra en disputa, mas no la moralidad de la eutanasia involuntaria, es decir, del acto de poner fin a la vida de un enfermo sin probabilidad razonable de cura con el objeto de evitarle sufrimientos permanentes innecesarios, habiendo una negativa explícita de parte de este a que se acabe con su vida. Aquí, sin duda, estamos frente a algo inmoral.
Consideramos que el derecho a una muerte digna es consecuencia lógica del derecho a la vida. En efecto, tener derecho a la vida no debe entenderse como tener derecho a la simple existencia, sino como el derecho a existir con una calidad de vida mínimamente digna. Ahora bien, todos sabemos que el proceso de morir es parte de la vida y que las personas tienen el derecho a intentar que los eventos que forman parte de su vida sean tan buenos y placenteros como sea posible. Las personas, consecuentemente, tienen derecho a hacer del proceso de morir algo tan bueno y placentero como sea posible. Por tanto, si el proceso de morir se ha hecho algo penoso, no puede negarse al individuo el derecho a reducirlo y, así, terminar con su vida si él lo desea.
Si, por otro lado, una persona ve sus condiciones de vida disminuidas permanentemente y es su decisión no seguir viviendo, aunque la muerte no sea algo inminente, no hay razón alguna para impedirle que realice su deseo. No podría obligársele a llevar una existencia que él mismo no considera digna. Desde luego, que haya derecho a la muerte con dignidad no implica que el personal médico tenga el deber de acabar con la vida de quienes lo solicitan. Nadie puede ser obligado a ayudar a alguien que desea la eutanasia, pero no habría nada de moralmente objetable en el personal médico que participa de ella.
Somos libres de tomar y ejecutar decisiones que no perjudiquen a otros. El Estado no debe poner obstáculo a nuestra voluntad cuando no hay terceros perjudicados. ¿A quién, además del paciente, perjudica la eutanasia? Se ha dicho que a la familia y amigos. Respondemos que habría que poner a un lado de la balanza los padecimientos permanentes del paciente y al otro el sufrimiento de perder a un ser querido que experimentarían los amigos y familiares.
El argumento clásico liberal de Stuart Mill (el harm principle) sostiene que, si no se causa daño a un tercero, la libertad de la persona debe prevalecer, es decir, no hay por qué interferir con la voluntad del individuo. Sin embargo, esto no da lugar a justificar el masoquismo, la autotortura o la automutilación, como a veces se ha pretendido hacer, más que con afán de aclarar, con el objeto de ridiculizar. Es más, la calidad de vida mermada la tendría que llevar a cuestas el paciente y darle esa carga para que sus seres cercanos eviten la congoja producto de su muerte no es otra cosa que egoísmo y mezquindad. Mi ética es una ética del sufrimiento. Todo sufrimiento que pueda ser evitado —y, sin embargo, tiene lugar— es, a mi juicio, injustificado e inmoral. Esto incluye el hacer daño al propio cuerpo. Mutilarme me causaría sufrimiento y, además, tendría como consecuencia una disminución en mi calidad de vida, por lo tanto, estaría mal que lo haga.
La eutanasia no es análoga al suicidio. Es semejante al suicidio, pues en ambos casos la elección de la muerte está en juego. En el suicidio, el sujeto que realiza la acción y el destinatario coinciden; en la eutanasia una junta de médicos debe practicarla con el fin ayudar al paciente en una situación muy difícil. Sin embargo, no me opongo al suicidio, aunque algunos verán en esto un serio problema moral, tanto para una ética kantiana como para una ética utilitarista. Eliminarse a uno mismo no trae como consecuencia una disminución en la calidad de vida ni sufrimiento, dependiendo del modo como se lleve a cabo el suicidio, por supuesto. Cada quien tiene derecho a morir, pero nadie tiene el deber de matar. La eutanasia es un suicidio asistido. Así, pues, el trámite que se realiza no es para declarar legítima la voluntad del paciente, pues esta ya lo es, sino para que los médicos decidan su intervención en el proceso. Un médico está obligado a curar. Matar no es una obligación, sino una opción, que debe estar regulada por los cánones de su profesión. Que mi posición en torno al suicidio no sea compatible con tal o cual autor o doctrina no constituye un argumento en su contra.
Queda claro que hablamos de la eutanasia voluntaria. En efecto, se ha dispuesto el cumplimiento de ciertas formalidades y se solicita el dictamen de una junta médica. En los países en donde la eutanasia es legal, esta es sometida a una criba: una junta médica que evalúa la pertinencia de la solicitud. No es tan fácil como un contrato entre un paciente y un médico, en donde el primero pida los servicios del segundo para simplemente acabar con su vida, es decir, para que lo mate, o, como se suele decir, para que lo asista en su suicidio. Estamos de acuerdo con una evaluación de la parte médica en ese sentido. Así como también estaría de acuerdo en el caso de que a un paciente que pide le amputen un brazo o le quiten un ojo, el médico no lo haga tan solo porque se trate de la voluntad del individuo. Tendría que haber razones que lo justifiquen.
La eutanasia es una práctica difundida. Mejor hacerla legal y regularla. Lo cual no significa, ni mucho menos, sostener que como el robo, el ultraje sexual y la tortura también se practican, entonces deben legalizarse, pues esas prácticas no son morales, son inmorales; es más, son delitos. Sucede que no veo ninguna inmoralidad en la eutanasia; por tanto, nada impide su legalización. Pido su legalización para que pueda ser regulada y se establezcan los protocolos debidos. Pienso, sobre todo, en el caso de la eutanasia no voluntaria, es decir, cuando se acaba con la vida del paciente sin mediar su voluntad explícita, así como en otros casos de eutanasia voluntaria en donde hay manipulación del paciente.
[1] Doctor en Filosofía y Profesor Principal de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
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