Al lector peruano lo primero que le llama la atención de Coronada de moscas es su inicio: un poema de Blanca Varela precede esta fascinante y fragmentaria crónica de la India. Citaré solo la estrofa final de “Ternera acosada por tábanos”:
“ah señor/ qué horrible dolor en los ojos/ qué agua amarga en la boca/ de aquel intolerable mediodía/ en que más rápida más lenta/ más antigua y oscura que la muerte/ a mi lado/ coronada de moscas/ pasó la vida”.
Es un poema extraordinario que invita a entender un texto que sucede por capas y a través de un juego de ironías y contrastes. La vida duele y en ese dolor transita, pero esa movilidad es también prueba de sensibilidad y de sentido, de existencia y resistencia; una cierta forma de majestad precaria que encuentra en la paradoja su fortuna: ¿cómo así es la vida más antigua que la muerte? ¿Por qué más oscura? ¿Y qué se esconde debajo de esa corona triunfal pero premonitoria, que connota gloria pero decadencia?
En Coronada de moscas Margo Glantz recoge esos contrasentidos que se desprenden de los versos de Varela para advertirnos aquello que se viene: la entrada a un país-reino escondido bajo su leyenda y acaparado por los clichés y los eslóganes de la industria publicitaria, los residuos del new age, la hipertrofia del turismo y otras formas de distracción superficial. Sabemos que la India es inabarcable, esplendorosa y mísera, absurda e íntima, pero ¿qué significan de verdad esas palabras? ¿Vale la pena hollar esas etiquetas para tratar de entender eso que, para mexicanos y peruanos, sobre todo, funciona en una suerte de imaginario colectivo negado, como un ‘otro yo’ nacional? Pues hechas las sumas y restas, ¿no son las nuestras también naciones indias, con todo y nomenclatura importada, que viven esos altos contrastes que emanan las sociedades no occidentales, de pasados prestigiosos y presentes esquivos, que cobijan las contradicciones de unas culturas originarias que solo generan orgullo en los museos, a consecuencia de una modernidad torpemente asumida?
No tenemos por qué responder esas preguntas y no creo siquiera que Margo Glantz, a través de los varios viajes que hizo entre el 2004 y el 2010, se propusiera contestarlas, pero de alguna forma este libro da señas y atisbos. Dos herramientas la acompañan en esta hermosa aventura; a saber: la extraña capacidad que tiene ella de encontrar en la especificidad, en lo particular, ese resto de humanidad que nos empata; lo segundo, una enorme erudición que le permite asociar, de manera espontánea, sus propias anécdotas, experiencias y lo que podríamos bautizar como ‘visiones verbales’ junto a aquellas que, en sus propios peregrinajes, tuvieron y legaron Pasolini, Naipaul, Ackerley, Calasso, Tabucchi y, por supuesto, el omnipresente Octavio Paz.
Puesto así, suena pretencioso. Es defecto del lector, no de la escritora. Coronada de moscas posee un tono autobiográfico, natural, cronicado. La entrada de diario se acompaña con la reflexión, el microensayo con la epifanía, la idea con la imagen. “Hoy es la devastación”, sentencia Glantz; “la devastación sigue siendo bella”, lapida. En otro pasaje, la narración se convierte en algo que podría llamarse noticia costumbrista y cuenta cómo dos elefantes salvajes entraron en la ciudad de Mysore y mataron a una persona que salió de su casa, ante el alboroto, a ver qué ocurría. Un poco antes dibuja: “Los papalotes de colores vuelan sobre el río”. No sabemos si es símbolo o fotografía. En otro momento, un apunte sobre el sueldo mínimo indio en rupias y su respectiva conversión. Antes o después, el reclamo indignado por una pashmina falsa vendida en un comercio de Delhi que, antes, había ofrecido una verdadera. En líneas previas, la renuncia a ser llevada en un palanquín a causa de la delgadez extrema de los niños cargadores. Hacia el final, cameos de Freddie Mercury y Ghandi. La fragmentación es potencia pero también antídoto: hay una resistencia al discurso unívoco o lineal, como si la voz dudase de la capacidad que esta realidad, o toda, tiene de ser registrada por nada que no sea una mirada subjetiva (soy consciente del pleonasmo) que va recogiendo, pieza a pieza, pequeñas porciones de verdad que, a su manera, al ser enhebradas en este fresco, crean un paisaje distinto, personal. Esto no es la India, estamos seguros de ello, pero a la vez lo es, al menos con la misma potencia que cualquier otra ficción: todo país es una idea y la que aquí se construye es tan veraz como cualquier otra, pero acaso más profunda, menos mística, más táctil.
Pero no quiero llevar a confusión: no es la veracidad el atractivo de este libro. Su seducción descansa en dos pilares: el trabajo de la palabra y la resistencia al exotismo. Margo Glantz puede contarlo todo, ensayarlo todo, crear todas las imágenes que le plazcan y, por si fuera poco, hacernos creer a los lectores que es un flujo natural, la forma espontánea en la que alguien se expresa. ¡Qué maravillosa mentira la que nos regala! Es un ejercicio intelectual, consciente, que pasa por tratar de entender al otro no desde los discursos generados desde fuera, sino a través de sus propias categorías, o a unas nuevas, singulares, que solo tienen cabida en este marco personalísimo, lo que permite echar mano de un amplio espectro documental y sensitivo: lecturas y olores, experiencias e intuición, lo visto y lo oído, aquello que se buscó vivir, pero no se vivirá jamás.
Este procedimiento Margo Glantz lo ha llamado ‘ver con la escritura’. Agradezcamos el hallazgo del método pero también este nuevo descubrimiento de la India. Ambos son igual de magníficos.