Agustina Sotelo es cusqueña y desde hace 20 años vende tubérculos en el Mercado San Pedro. Parada tras una larga fila de papas, ocas, mashuas y ollucos, se le nota desmotivada. En su conversación se mezclan sentimientos de indiferencia y nostalgia cuando le preguntamos por qué en un mercado tan importante como este las papas peruanas tan solo ocupan una fila (ni siquiera un pasaje completo) y que no resulta muy fácil de encontrar. Sus pensamientos regresan en el tiempo a la época en que la venta en este centro de abastos era buena –según dice- porque las amas de casa llegaban religiosamente a comprarle los muchos tubérculos que solía vender.
Hoy ofrece no más de 15 tipos de papas: canchán, blanca, huamantanga, huayro, amarilla, Yungay, majtillo, sica y otras más. Le preguntamos por papa nativa (que está en plena temporada), pero nos responde que es cara y que no le resulta mucho comprarla porque no solo no se las piden, sino que las costumbres en este histórico centro de abastos han cambiado: más artesanías que productos locales se vende allí, por eso sus caseras prefieren ir a Cascaparo (el mercado aledaño) o a Wanchaq, donde encuentran más variedad, pero también precios más accesibles. Incluso se van a mayoristas como Vinocanchón o Virgen de Asunta. También hay quienes prefieren ir a la feria de Huancaro, donde cada sábado se congregan productores de diversos rincones del Cusco para ofrecer sus cosechas directamente al consumidor.
Situaciones como esta llevan a la reflexión: no perdamos de vista la función primordial de nuestros mercados; tampoco dejemos de interesarnos por la situación de quienes venden allí, cuáles son sus necesidades y aspiraciones. Mucho menos alteremos su identidad solo para beneficio del turismo. Encontrar un punto medio es preciso para bien de todos.