Nueve días antes de morir, Daniel Alcides Carrión le envió una carta a su padrastro en Cerro de Pasco en la que contaba sus males de salud. “El sábado pasado, día en que le escribí mi última correspondencia, como a eso de las 11 de la noche y estando ya en cama, fui acometido de fortísimos escalofríos seguidos poco después de elevadísima fiebre”, escribió desde Lima.
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El 29 de agosto de 1885, según se señala en una investigación del profesor Ángel Gavidia sobre la correspondencia de Carrión, el estudiante de medicina de San Marcos se había inoculado la verruga peruana como parte de su experimento para encontrar la causa de la fiebre de La Oroya que mataba a miles en el país.
Aunque Carrión decía estar convaleciente y con la fiebre en remisión, todavía presentaba “derrame ictérico” y “falta de apetencia”. En la misiva, había optimismo pero también en las últimas líneas hacía una confesión que resultaría profética: “La enfermedad y los estudios me están arruinando bastante”.
El 5 de octubre fallecería en el hospital Maison de Santé a los 28 años. Su sacrificio, que lo elevó a la categoría de mártir de la medicina nacional, permitió establecer que la verruga peruana y la fiebre que diezmaba a trabajadores que construían el ferrocarril Lima-La Oroya eran la misma enfermedad.
El historiador de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Jorge Lossio Chávez, indica a El Comercio que el aporte de Carrión fue primordial en un contexto en el que se temía que nuevas epidemias frenaran el comercio y motivara cuarentenas que dañen la economía. Su muerte instauró una tradición científica de estudio e investigación de males endémicos en el territorio peruano que no eran ignorados en los estudios internacionales.
“Se convirtió en una suerte de héroe científico que impulsó luego a muchos otros peruanos a investigar en áreas como la bacteriología o la historia de la medicina”, agrega Lossio.
Una muestra de ello son los estudios del médico Alberto Barton Thompson, quien en 1905 identificó, tras varios análisis a pacientes del hospital Guadalupe del Callao, al agente patógeno que provocaba la verruga. En 1913, una comisión de la Universidad de Harvard demostró que su tesis era correcta y propuso que el germen que provocaba la enfermedad de Carrión llevara, en honor a su descubridor, el nombre de Bartonella bacilliformis.
Campaña contra la peste
Las ratas, y la peste bubónica que se escondía en sus pelajes, se habían diseminado por Lima y las principales ciudades costeras del Perú a inicios del siglo XX. Entre 1903 y 1906 hubo un brote intenso de esta enfermedad transmitida por la picadura de las pulgas que trasladaban los roedores infectados.
Marcel Velázquez, historiador cultural y profesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, indica este Diario que las condiciones precarias de las viviendas y las embarcaciones que unían los puertos peruanos avivaron el contagio y la propagación de este mal. Por esos años, en las ciudades se acumulaba la basura en las calles y no había un adecuado manejo de los residuos domésticos.
La necesidad de hacerle frente a este mal, dice Velázquez, colisionaba con las conductas sociales de esa época: la población se negaba a la disciplina, higiene y vacunas. En este contexto, surgen las primeras instituciones estatales que buscan resolver los problemas sanitarios desde una visión moderna. Uno de ellos fue el Instituto Municipal de Higiene, creado en 1902 por el Concejo de Lima. Su primer director fue el italiano Ugo Biffi, quien estudió la sangre de los enfermos con la peste para elaborar remedios e impulsó campañas sanitarias en la ciudad.
“Ugo Biffi era bacteriólogo y contribuyó con una perspectiva científica moderna en la concepción de las enfermedades y los tratamientos contra ella. El higienismo era simultáneamente una ideología de la modernidad y un conjunto de prácticas destinadas a eliminar la suciedad y la enfermedad”, explica Velázquez.
El historiador Marcos Cueto, autor del libro “El regreso de las epidemias”, en entrevista con El Comercio, añade que la labor de Biffi se vio complementada por la de otro italiano, el médico Juan Agnoli, que era inspector de Higiene en la alcaldía de Lima. Agnoli fue nombrado como presidente de la junta directiva de la campaña contra la peste bubónica. Desde ese puesto, lideró las acciones para reducir los focos de infección: cazar roedores en los domicilios, identificar los casos, aislar y trasladar a los enfermos a los hospitales y enterrar a los muertos rápidamente. También dirigió a los albañiles que tapaban los nidos de ratas y destruían los cielos rasos en donde podían escabullirse los vectores de la enfermedad. Incluso, creó una policía de salubridad para vencer la resistencia de la población.
“Los dos [Biffi y Agnoli] son importantes porque además de las medidas sanitarias que aplican, se dan cuenta de la importancia de tener investigación científica para responder a las epidemias. No hay una separación entre el estudio bacteriológico y las medidas de salud pública”, dice Cueto a El Comercio.
Estos esfuerzos permitieron impulsar más adelante la creación de vacunas y sueros en el país y reformar las condiciones insalubres y de hacinamiento en las viviendas urbanas.
Carrera por la vacuna
La llegada del médico japonés Hideyo Noguchi al Perú para estudiar la fiebre amarilla generó gran expectativa un siglo atrás. El Comercio, en su edición del 29 de mayo de 1920, informaba que el investigador había preparado un medicamento eficaz para erradicar la enfermedad que asolaba no solo a nuestro país, sino también a Brasil, Ecuador, Panamá, México, el Caribe y el sur de los Estados Unidos.
“El doctor Noguchi trabaja ahora buscando una mejor vacuna y un mejor suero para combatir los gérmenes de la fiebre amarilla de Piura, donde la enfermedad se presenta con la mayor virulencia”, decía la nota de este Diario.
Noguchi sostenía que la fiebre amarilla era producida por un microorganismo denominado Leptospira icteroides. Con los años se comprobó que su tesis era errónea y, por tanto, su vacuna no era la adecuada, ya que la enfermedad era provocada por un virus. Sin embargo, el historiador Jorge Lossio resalta el impacto que tuvo la visita del investigador en el país debido su prestigio como científico en el mundo. En su paso por Lima, el 2 de junio, dio una conferencia en castellano en la Facultad de Medicina de San Marcos y fue aplaudido por sus colegas peruanos.
“Los esfuerzos de Noguchi por buscar una vacuna se enmarcan en un esfuerzo mayor por identificar el origen del mal y la forma de erradicarlo. Estos esfuerzos fueron financiados en gran parte por la Fundación Rockefeller de los Estados Unidos y detrás estaba una preocupación no solo humanitaria sino también de expansión del comercio”, explica.
La fiebre amarilla era un mal que estaba generando muchas muertes, pero también un impacto económico. Marcos Cueto explica que debido a este contexto había una carrera científica por encontrar el origen de la enfermedad. Se sabía cómo se transmitía, a través del mosquito Aedes aegypti, pero no cuál era el microorganismo que producía el mal.
“Noguchi estuvo en esa búsqueda, en la que estuvieron varios investigadores en el mundo, y como esos otros, dio una respuesta que se mostró equivocada”, indica.
Ambos historiadores coinciden en que el paso de Noguchi por el Perú también fue esencial para los valiosos aportes que años después desarrollaría sobre la enfermedad de Carrión. En 1926 se publicó la investigación de Noguchi junto al médico peruano Telémaco Battistini, en la que se corrobora que la fiebre de La Oroya y la verruga eran dos fases de la misma enfermedad y no diferentes patologías como se venía discutiendo desde hacía años. Este aporte se dio unos años antes de que Noguchi falleciera en África, mientras intentaba ampliar sus estudios sobre la fiebre amarilla.
Problemas estructurales
La epidemia del cólera que comenzó en Perú en el verano de 1991 se asomaba como un episodio que podía diezmar a cientos de miles en el país. Sin embargo, pese a que se contagiaron más de 320.000 personas (1% de la población nacional), murieron casi 3.000. Lossio explica que la baja tasa de letalidad, en comparación a la desgracia que se esperaba, se debió en gran medida al impulso de la rehidratación oral por parte del gobierno para evitar que empeoren los enfermos con afecciones diarreicas.
“Las campañas de información de lavarse las manos y hervir el agua o lavar la fruta antes de consumirla fueron muy valiosas también, pero en realidad fue un escándalo que una enfermedad como el cólera, superada en el mundo occidental para inicios del siglo XX, volviera en forma epidémica en 1991”, añade el historiador.
El Perú de esos años se desbarrancaba entre la hiperinflación, desempleo y terrorismo. Los sectores marginales no tenían acceso a agua y alcantarillado, y en la agricultura y otras actividades productivas no existían los estándares mínimos de manipulación de alimentos. A esas carencias se enfrentó el ministro de Salud de entonces, Carlos Vidal Layseca, médico y salubrista con experiencia como funcionario de la Organización Panamericana de la Salud.
Cueto destaca su papel durante la epidemia debido a que priorizó la atención primaria (en donde se aplicaban las rehidrataciones o “bolsitas salvadoras”) y la participación comunitaria a través de las campañas educativas.
“Lideró los esfuerzos inmediatos que salvaban vidas, pero también señalaba los problemas estructurales en el país que agravaban la epidemia, como la falta de agua y desagüe en las zonas urbano marginales”, indica.
Este problema, según el historiador, en tiempos del COVID-19 sigue vigente. En plena pandemia del 2020, miles de familias no cuentan con agua potable en sus casas y tienen dificultades para cumplir con una de las medidas básicas para prevenir el coronavirus: lavarse las manos con frecuencia. Se estima que aún más de 7 millones de peruanos todavía no cuentan con este servicio básico las 24 horas.
Esta vocación por resolver los problemas estructurales llevó también a Vidal a impulsar cambios en los hábitos de consumo más populares: durante semanas el ministro instó a la población a que, como precaución, se olvidara del cebiche e ingiriera solo pescados y mariscos cocidos. Sin embargo, esta estrategia, junto con otros sucesos, generó un enfrentamiento con el entonces presidente Fujimori quien, pese a las advertencias del Minsa, aparecía frente a las cámaras promoviendo el consumo de cebiche “en condiciones higiénicas”. Vidal renunció a su cargo el 14 de marzo de 1991.
Luego de ello, cuenta Lossio, el Gobierno empezó a culpar a las personas de la enfermedad debido a que supuestamente no cuidaban su higiene. El estigma hacia los más pobres sirvió, como muchas otras veces en el pasado, para distraer y ocultar la responsabilidad que tenían las autoridades por haber dejado a la deriva, durante décadas, a la salud pública.