ENRIQUE SÁNCHEZ HERNANI
Mariana de Althaus (Lima, 1974) emergió al teatro a principios de siglo y se consolidó como una de las principales dramaturgas peruanas, además de directora teatral. Ha escrito diez piezas dramáticas y ha recibido varios reconocimientos por su obra, que también ha llegado a escenarios internacionales. Hoy asiste a una doble gratificación: la aparición de Dramas de familia, un libro con tres de sus obras teatrales: El sistema solar, El lenguaje de las sirenas y Ruido. Recibió a Somos en su departamento miraflorino, a pocos metros del teatro donde nuevamente dirige una obra suya.
Las obras reunidas en tu libro son historias de familias disfuncionales. ¿Por qué las elegiste? Es un tema que no he tocado solo yo, sino que ronda en el imaginario del teatro, el cine, las artes plásticas. Es una cuestión que nos obsesiona porque estamos viviendo una crisis de la familia. Ahora todo el mundo se divorcia, hay nuevos modelos familiares, muchas personas deciden no casarse o no tener pareja estable. Esto, sumado al hecho de que la mujer decide tener hijos o no, dentro del matrimonio o no, hace que el tema de la familia sea uno del que todos hablamos.
Como suele ocurrir, ¿te peleas con tus fantasmas en estas obras? Sí, mi teatro es muy personal. No escribo sobre hechos históricos. Siempre me meto en un tema porque no lo puedo evitar y el tema me obliga a una obra. Esa es mi forma de tratar de entender esos temas.
¿Tratas de exorcizar tus miedos? No es un deseo conciente. No digo: voy a escribir una obra para exorcizar algo, pero, obviamente, el teatro termina mostrándome zonas de la realidad que no veía, y también zonas de mí misma que no conocía. Eso es purificador de una manera y aterrador por otra.
¿Sufres cuando escribes una obra y te liberas cuando acabas? Sí. Durante las funciones, incluso, voy descubriendo cosas nuevas. No depende de mí, no es una cosa que se acaba cuando coloco el punto final.
¿A qué te ha ayudado el teatro? Una de las cosas a las que más me ha ayudado este trabajo es a conocerme, pero también a ganar seguridad. Soy una persona muy tímida, como la mayoría de los escritores. Encontrar este medio de expresión me ha ubicado en el mundo, le ha dado una razón de ser a mi introspección, me ha dado cierto aplomo, por ejemplo para enfrentar a las personas.
¿Lograste eludir tu timidez? La gente del teatro suele ser muy tímida; no sé por qué este género atrae a esas personas. Yo no he dejado de ser una persona tímida, pero he dejado de aparentarlo, y semejo ser una persona segura y hasta extrovertida.
¿Es cierto que escribiste y actuaste una obra en épocas escolares para llamar la atención de tu madre? Sí. Todos los niños queremos llamar la atención de nuestros padres. Y creo que sí logré llamar su atención. Eso fue sorprendente. No es que ella no me observara ni estuviera conmigo, sino que los niños siempre queremos ser el centro del universo.
¿Tu situación familiar influyó en tu decisión de dedicarte al teatro? En realidad no, porque no hay nadie de mi familia que se dedique al teatro. Sin embargo, todos son muy lectores, en especial mi familia paterna. De niña siempre vi gente leyendo y escribiendo. El mundo de los libros fue muy natural para mí, un espacio cómodo. Tenía una abuela que me llevaba al teatro, aunque en los 80 había muy poco, pero contábamos con salas heroicas y teatro de mucha calidad.
¿Por qué decidiste dedicarte al teatro? Me cuesta rastrear el origen de mi vocación. Recuerdo mucho que mis padres me apoyaron desde el inicio en esto. Creo que nunca esperaron que me dedicara a nada lucrativo o a una carrera normal, porque de niña mostré claras señales de ser una artista, no sé si para mal o para bien.
¿Cómo se notaba eso? Me sacaba pésimas notas en el colegio, no era una persona muy sociable, no tenía habilidades claras. Sin embargo, escribía, pintaba mucho, paraba encerrada, jugaba mucho sola. Era muy solitaria, que creo es la condición de todo artista. Entonces, no había otra. Cuando mostré una clara vocación hacia el teatro, imagino que mis padres se alegraron de que haya encontrado algo en lo cual me sintiera cómoda y útil.
Entre esa soledad, entonces tu abuela te salvó. Yo creo que sí. A un niño que tiene ciertas inclinaciones artísticas, mostrarle diferentes tipos de manifestaciones culturales es un lujo. Mi abuela me llevaba al teatro cuando a los demás lo que les preocupaba era subsistir. Que a mi abuela, en esas circunstancias, se le hubiese ocurrido llevar a sus nietos al teatro, fue una extravagancia. Fui una suertuda.
Cuando decidiste dedicarte profesionalmente al teatro, ¿qué fue lo más complejo que tuviste que vencer? La timidez, la inseguridad y un enorme pánico escénico. Yo empecé siendo actriz y me costaba enormemente; en verdad, sufría mucho en escena, por aparecer ante la mirada de varias personas que esperaban algo de mí, y por seguir las órdenes de un director.
¿Y eso por qué? Yo tengo problemas con la autoridad, no tengo mucha capacidad de sumisión, me imagino porque crecí en el seno de una familia muy democrática. Mis padres siempre nos dejaban ser. Entonces, cuando me tuve que enfrentar a los directores, sufría enormemente por hacer lo que ellos me decían. Eso me llevó a renunciar a ser actriz. Pensé que era mejor dirigir.
¿Quiénes te ayudaron? Empecé escribiendo una obra breve llamada El borde, que yo produje y actué. Ante el buen recibimiento que tuvo, decidí escribir otra, y en el taller de Alonso Alegría me aconsejaron que dirigiese mi propia obra, Tres historias del mar, que fue la primera obra que dirigí. Yo quería dirigir de todas maneras, pero no sabía si una obra mía. En esa época era un poco raro, pero Alonso Alegría me animó, y de allí ya no paré.
¿A partir de qué escribes tus obras? Siempre tienen origen en una angustia, en un desacuerdo con la realidad, en una pregunta que no me deja en paz. De allí paso a pensar en la situación y los personajes. También me ha pasado lo inverso: ver una situación en la realidad y pensar “esto es muy teatral” y la uso, y luego aparecen las preguntas y los motivos.
¿Viniendo de un hogar acomodado, ver una realidad tan dura y paupérrima, te choca? Sí, claro. Siempre vi el mundo desde la puerta trasera, el lugar desde donde a otros no se les hubiera ocurrido mirar. Soy una observadora. No soy una persona que siempre está opinando, elaborando teorías sobre la realidad. A mí me gusta observar. Hay muchas cosas de la realidad que me incomodan y me indignan, y esa indignación me obliga a escribir.
¿Cómo haces para atrapar las características de los personajes que no son de tu entorno? No sé si lo logro del todo. Generalmente, los personajes de mis obras son cercanos a mi mundo. No me he atrevido nunca a escribir una obra con personajes andinos ni extranjeros, porque caería en el cliché, pues no los conozco del todo.
¿Cómo haces con tus personajes masculinos? Sobre mis personajes masculinos me han dicho que tiendo a simplificarlos. Pero el dramaturgo es, precisamente, quien puede ponerse en los zapatos de los demás. Somos un poco esquizofrénicos. No hay muchos dramaturgos líderes de opinión. Normalmente siempre estamos pensando en los personajes del mundo que nos rodea. Podemos ver, entender y sentir el mundo en cada personaje.
¿Haber escrito ya diez obras te ha cambiado en algo? Sí, en algo he cambiado. Me ha hecho una persona adulta, con capacidad de mando, pues tengo que comandar producciones con buena cantidad personas, lo cual antes para mí era impensable. Tengo que dar órdenes y hacerme respetar, hasta por personas mayores que yo.
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