Y en el principio, solo fue la nieve. El manto blanco sobre la llanura blanca en un mundo en blanco. Hasta que él apareció. Lo hizo entre árboles secos, pinos supervivientes y rifles acechantes, al pie de las montañas. Cabalgó entre balas y regresó de dónde los muertos, envuelto en un largo abrigo negro, la cara envuelta en lana, el sombrero con migajas blancas, la mirada serena. Una mirada que, por cierto, lo dirá todo tras cada preciso disparo de su Mauser. No necesitará palabras. Nunca. “Lo llaman Silencio. Porque por dónde él pasa, solo queda el silencio de la muerte”, dicen sobre él.
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Para 1968, año del estreno de “El Gran Silencio”, Jean-Louis Trintignant era ya un actor cotizado que había trabajado con directores como Roger Vadim, Dino Risi, Claude Lelouch o René Clément; y compañeros de reparto como Jeanne Moreau, Brigitte Bardot, Anouk Aimée o Vittorio Gasman, pero nunca había hecho un filme del oeste. Dirigida por Sergio Corbucci, la película partió de una idea original de Marcelo Mastroianni, al saber que siempre había querido hacer un western, pero no sabía hablar inglés. “¿Tú no hablas inglés? ¿Trintignant tampoco? Entonces hagan una película sobre un pistolero mudo”, le habría dicho a su amigo el legendario protagonista de La Dolce Vita. Corbucci ya había dirigido filmes como Los despiadados, con Joseph Cotten, o el clásico Django, con Franco Nero, pero con “El gran silencio” llevó a cumbres poéticas el spaghetti western. Y Jean-Louis Trintignant estuvo ahí para darle humanidad a un héroe taciturno.
Ese carácter introspectivo, de palabras ausentes o justas, de miradas que ocultan, que muestran, que liquidan, extrañan o guían, sería la cualidad que marcaría para siempre el tono interpretativo de su filmografía a lo largo de más de 60 años. Ayer, tras unos últimos años nostálgicos y solitarios, las películas de su memoria se silenciaron realmente para siempre.
Más allá del silencio
“Hace 15 años que estoy muerto”, le dijo Trintignant en una entrevista del 2018 al periódico Nice-Matin. Se refería a lo ocurrido en agosto del 2003, cuando su hija Marie, también una reconocida actriz, falleció como producto de la salvaje golpiza que le propinó su entonces novio, Bertrand Cantat, vocalista de la banda Noir Désir. Esto, según confesó, era uno de los grandes dramas de su vida. El otro fue la muerte, en 1969, de su hija Pauline, tras una asfixia accidental, cuando tenía solo 10 meses de nacida. Su esposa Nadine quedó en shock. De algún modo pudo recuperarse en 1973, con el nacimiento de Vincent, hoy también actor.
En aquella conversación con Nice-Matin –una de las pocas ocasiones en las que se animó a hablar de su vida personal- Trintignant también decía ser un pesimista que siempre ve el vaso medio vacío, confesaba haber sido siempre alguien tímido al que le desagradaba la fama, se quejaba con ironía -y no sin humor de la vejez y sus males- y aseguraba que ya no tenía energías ni para luchar contra el cáncer de próstata que lo aquejaba, ni para soportar el trajín de los rodajes. Que se retiraba del cine, decía.
Poco después, sin embargo, Claude Lelouch, el director junto al que hizo las dos partes de Un Hombre y una mujer, le proponía una tercera, también con Anouk Aimée como coprotagonista. Trintignant aceptó. Una vez más sería Jean-Louis Duroc, el piloto de carreras que se pasó la vida queriendo querer. Sobreponiéndose al cansancio, a los años y a la enfermedad, Trintignant, el hombre que suma casi 150 créditos en su curriculum vitae -según imdb-, supo tejer otro trabajo entrañable. Siempre con más miradas que palabras.
Será por eso que opinó alguna vez, sobre la actuación, que elegía “Ser una página en blanco, partir de la nada, del silencio. Por lo tanto, uno no necesita hacer mucho ruido para ser escuchado”.
El inconformista
En abril de 1951, Alberto Moravia publicaba El Conformista, un retrato de los mecanismos totalitarios que deshumanizaron a los hombres durante el fascismo. Su paradoja era el conformismo a través del cual algunos buscaban, adrede, no destacar, formar parte del todo, de la masa, sin personalidad propia o ideales definidos. Casi 20 años después, en 1970, Bernardo Bertolucci llevaría a la pantalla el filme inspirado en aquel libro. ¿Qué otro actor podría interpretar al protagonista, Marcelo Clerici, si no era aquel hombre de mirada distante, de aparente abatimiento o disfrazada frialdad? Solo Jean-Louis Trintignant podría ponerse bajo la piel de aquel fascista sin escrúpulos que intentaba aparentar normalidad. El actor quedó tan satisfecho por su trabajo que consideró que El Conformista era la mejor película que había hecho antes de Amour (2012).
¿Qué había hecho antes? Casi nada. Poco tiempo tenía de haber conseguido sus primeros papeles en el cine cuando obtuvo el de Michel Tardieu en Y dios creó a la mujer (1956), película hecha por Roger Vadim para mayor gloria de su entonces musa y esposa, Brigitte Bardot. El 59 repitió con Vadim, esta vez al lado de Jeanne Moreau, en Las relaciones peligrosas. Dos de sus compañeros de reparto, el escritor y músico Boris Vian, y la estrella en ascenso Gerard Philippe, fallecieron repentinamente ese mismo año, con solo 39 y 36 años. Además de un breve matrimonio con la actriz Stéphane Audran, entre las dos películas con Vadim tuvo que hacer el servicio militar obligatorio y fue destacado en Argel, a pesar de que su convicción personal era que Argelia debía ser un país independiente. Tras años de duros conflictos, lo logaron en julio de 1962.
Ese mismo año, Trintignant protagonizaba una de las películas más representativas de su filmografía, la comedia Il Sorpasso, al lado de Vittorio Gasman, un retrato de la sociedad italiana de aquellos años, contado a través de las personalidades opuestas de sus protagonistas. Poco después, su nombre empezaría a hacerse inolvidable, con Un hombre y una mujer (1966), que ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar a Mejor Película Extranjera. La canción de Francis Lai se hizo inolvidable y su real pasión por las carreras –tenía automovilistas ganadores en su propia familia- lo llevó hasta las 24 horas de Le Mans, como a Paul Newman o Steve McQueen, que incluso hizo una película inspirada en la competencia.
Ese mismo año tuvo un papel en la coral ¿Arde París?, que también incluía en su elenco a Kirk Douglas, Glen Ford o Leslie Caron, además de Jean Paul Belmondo, Alain Delon o Yves Montand, ídolos franceses con talentos y personalidades distintos a Trintignant, un hombre tímido, poco dado a la llamativa celebridad que ostentaban sus colegas.
“Un hombre ambiguo ofrece muchos más matices –dijo alguna vez-, ofrece mucho más a un actor, tiene más sombras y luces. Un héroe nunca es interesante, siempre se comporta como un héroe. Es verdad que todos queremos ser héroes, pero es muy aburrido”.
Un hombre tranquilo
En 1968, antes de El Gran Silencio, había obtenido el Oso de Plata de Berlín por su actuación en “El hombre que miente”, historia en la que ficción y realidad se confunden y sobreponen. Antes de terminar la década, encarnó al anónimo juez de instrucción de Z, de Costa-Gavras, que intentaba dar claridad a un asesinato político en la Grecia de los Generales. El filme fue premiado con el Oscar a Mejor Película Extranjera y le valió un premio en Cannes como Mejor Actor. Costa-Gavras, francés de origen griego, es hasta hoy un director con claras preocupaciones políticas y sociales. Como las tenía también Trintignant.
Su carrera prosiguió con energía en los años 70. Siempre con ese aire de quien sabe más que sus interlocutores, esa distancia que es paz y amenaza al mismo tiempo. Como decía de él Jean-Luc Douin, crítico de cine: “Cuando sonríe, Trintignant tiene siempre algo carnívoro”.
Al inicio de la década fue Simón, el bribón, en otra colaboración con Claude Lelouch, la historia de un ladrón sin límites. En 1975 hará Flic Story, junto a Alain Delon, en 1980 actuaría en La terraza, de Ettore Scola y en los 90 destacaría fundamentalmente por dos películas, Tres colores: rojo (1994), de Krzystof Kieslowski –uno de sus últimos grandes papeles- y Los que me aman tomarán el tren (1998).
Fue por esos años en que tuvo un encuentro con el escritor Paul Auster, uno de sus grandes admiradores, que contó la situación –humana, casual, eterna, como todo lo cotidiano- en su libro autobiográfico Diarios de Invierno, del 2012: “Te alegras de estar en compañía de Trintignant esta noche, porque tienes su forma de interpretar en gran estima, y cuando piensas en las películas en que lo has visto actuar (El conformista, de Bertolucci; Mi noche con Maud, de Rohmer; Confidencialmente tuya, de Truffaut; Rojo, de Kieslowski: por citar sólo algunas de tus favoritas), te verías en apuros para decir el nombre de otro actor europeo cuya obra admires más”
En aquella cita, ambos se reunieron pues Trintignant leería pasajes de las obras de Auster ante un público rendido. Mientras conversaban, el actor le preguntó al autor su edad. “57″, respondió Auster. “Yo tengo 74″, le dijo Trintignant. “Paul, quiero decirte una cosa –agregó minutos más tarde-. A los cincuenta y siete, me encontraba viejo. Ahora, a los setenta y cuatro, me siento mucho más joven que entonces”. Algo demoró Auster –que hoy tiene 75- en entender aquellas palabras. En el fondo, significaban que a los 74 se tenía menos miedo de morir.
El derecho de morir en paz
“Murió en paz, de vejez, esta mañana, en su casa, en el Gard, rodeado de sus familiares”, anunció en un comunicado su viuda, Mariane Hoepfner. Un desenlace que, aunque no precipitó, sí esperaba. Ya desde antes de la muerte de su hija Marie se mostraba agotado de hacer películas y espació cada vez más sus participaciones tras aquella tragedia, hasta que en 2012 Michael Haneke le mostró el guion de Amour, doloroso filme sobre la vejez con el que obtuvo nominaciones y premios en numerosos festivales y países. A estas alturas, su carrera había logrado la consagración absoluta, aunque tras las puertas de su casa hubiera poco espacio para la felicidad. Imposible no pensar en una frase que se muestra en los créditos finales de El gran silencio: “Las botas de los hombres pueden levantar el polvo de este lugar durante mil años, pero nada que el hombre pueda hacer limpiará las manchas de sangre de los pobres que cayeron aquí”. A ratos, el cine parece ser la vida misma. Y viceversa.
En una entrevista que dio al Diario Público el 2018, Trintignant pareció anticipar cómo sería el final de todo: “Esta es la historia de un hombre que va al circo y le dice al propietario que tiene un número excepcional, fantástico, que hace con pájaros. El dueño del circo le dice que no le interesa, que los pájaros están pasados de moda. El hombre le da las gracias y ¡se va volando!”.
Adiós, Jean-Louis Trintignant. Tú, hombre de pocas palabras, sabes que siempre será demasiado pronto para decirlo.
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