John Clyn fue un humilde monje irlandés que vivió durante la Gran Peste de 1348, quizás la epidemia más terrible que se haya registrado en la historia de la humanidad. La plaga viajó con el Imperio mongol desde Asia para extenderse por todos los puertos de Europa. En meses, la enfermedad acabó con un tercio de la población del viejo continente, dejando pueblos vacíos, cuerpos insepultos, sembríos cubiertos de maleza, animales domésticos vueltos salvajes, en fin: caos y violencia tras el colapso del orden feudal.
Sobre su historia ha escrito la autora española Rosa Montero. En una de sus crónicas, cuenta cómo Clyn fue testigo de la pavorosa destrucción desde el pequeño convento en el que vivía. Sus compañeros monjes enfermaban y tras agonías atroces por la peste bubónica iban murieron uno a uno, siendo él el último que quedó para enterrarlos. Si Clyn ha pasado a la historia fue porque se dedicó, quizás como único consuelo, a escribir la crónica de aquellos días. “Para que los hechos notables no perezcan con el tiempo y se pierdan de la memoria de las generaciones futuras, me he comprometido a escribir lo que en verdad he escuchado y examinado”, anotó en las últimas páginas de su registro. Pero quizás lo más extraordinario fue que el religioso dejó un espacio en blanco: “para que la escritura no perezca con el escritor, o la obra falle con el obrero, dejo pergamino para continuar la obra, por si alguien queda vivo en el futuro y algún hijo de Adán puede escapar de esta pestilencia y continuar el trabajo así comenzado”, anotó.
Se desconoce si Clyn murió a causa de la enfermedad. Aunque la peste negra persistió en Irlanda hasta 1350, es posible que el fraile historiador pudiera haberla sobrevivido. Lo cierto es que su crónica titulada “Los anales de Irlanda” es actualmente el mejor documento que tenemos para conocer lo que fue la Gran Peste, y aquel pedazo de pergamino se mantiene libre para que otras manos continúen la historia. Cumpliéndose el 15 de marzo un año desde la declaración del estado de emergencia nacional frente a la proliferación del COVID-19, hemos convocado a doce personas, una por cada mes de ese ‘annus horribilis’, para plasmar su personal crónica de tristezas y esperanzas. Doce creadores sumados a esta cadena de palabras que nos protege, al menos momentáneamente, del horror de lo vivido.
El año más chancón
Wendy Ramos (actriz)
Me la pasé todo el 2019 deseando que llegara el 2020. Estaba segura de que iba a ser mi año, por dos razones poderosamente tontas: Uno, porque me gustan los números pares y Dos, porque soy muy chancona y un año que tiene dos veintes en su presentación, me sonaba super chancón. 2020, el año de los chancones.
Empezó maravilloso, rodando una película en España, con la agenda llena de talleres, conferencias, presentaciones. De pronto ¡zas! Vino el bicho y se comió mis planes, devoró mi alfombra roja en España y me dejó con una hoja en blanco que debía llenar rápidamente con cosas que no estaban en ningún plan ni en la imaginación de nadie.
Tuve que aprender mucho de tecnología para poder comunicarme virtualmente, ejercitar la paciencia con el mundo y conmigo, entrenar mucho la empatía para estar siempre consciente de que cada uno está luchándola en su propio universo. Saqué un máster en creatividad creando soluciones para los nuevos problemas que trajo la pandemia y me gané una medalla en flexibilidad y adaptabilidad soltando con alegría todas mis cositas y generando nuevas experiencias para mí.
No había forma de pasarlo ni haciendo trampa, ni cortando camino. Lo que parecía un año perdido, terminó siendo el año más chancón de mi vida.
La muerte acechaba dentro y fuera de casa
Carmen Ollé (poeta)
Desde mi encierro me dediqué a pensar ante tanta desgracia repentina, quería entender qué había pasado en Wuhan. Solo podía preguntarme ¿qué es un virus, por qué debe reproducirse si no es un microorganismo vivo, compuesto únicamente de proteínas y ARN? Lo peor de todo fue la gran farsa sobre la lucha contra la pobreza que saltaba a la vista, de la que se jactaban los gobiernos de turno. Lo diferente: la recuperación ambiental: el retorno de animales silvestres, extraño contraste con la brutal precariedad del Perú y la estulticia reinante en la política.
Sin embargo, la rutina doméstica también me reclamaba; debía ocuparme de mi tía de 95 años. Necesitaba la ayuda de otra persona. Los médicos del Padomi dejaron de venir para su control. Los domingos la inmovilidad era total y mi desesperación iba en aumento, la anciana se me resbalaba de las manos. La muerte acechaba afuera y dentro de casa, donde vivíamos cuatro generaciones juntas, mi tía, mi hija, mi nieto y yo. A los cuatro nos dominaba el estrés. La salida: una sertralina diaria. Mi tía murió en casa el 2020 por la enfermedad de Alzheimer. Se había olvidado de comer y beber.
En el Bicentenario con un país quebrado
Ramiro Llona (artista plástico)
Llegamos de viaje y al día siguiente llegó el primer caso a Lima. La vida no nos ha cambiado mucho. De algún modo extraño nos acomoda. Estamos acostumbrados a estar en casa y los dos, Meritxell y yo, tenemos los talleres acá.
Es duro porque algunos amigos han fallecido.
Lo más difícil para mí ha sido ver como la pandemia ha afectado a la gente de menos recursos. Por otro lado, la torpeza del Gobierno y las autoridades. Pareciera que no aprendieron nada en la primera ola. ¡Cómo es posible que no haya oxígeno! El uso indebido de las vacunas y las sucesivas “explicaciones” volvió a retratar al poder y sus allegados desde su peor ángulo.
Llegamos al Bicentenario con un país quebrado.
Prefiero morir bailando
Rosamar Corcuera (artista plástica)
Hoy me fui a bailar después de 9 meses. Salí en la bici con mascarilla, sintiendo que cruzaba un campo minado, una guerra silenciosa, invisible, en donde quedábamos sólo los sobrevivientes. Se vino otro año pensaba, más batallas, más bombas, más fuerza para sostener. Prefiero morir bailando, pensaba. Qué rica es una hora de clase de baile. El cuerpo lo necesitaba, el alma ni que decir. “No estoy llorando, estoy sudando” escuché por allí, a lo que yo respondí: “traigan la camilla que no aguanto más, cucuchá cuchá”. Encontrarse en una azotea mirando los cerros bajo el sol de Chaclacayo para bailar es una forma de ganar la guerra.
Un lugar helado donde era imposible no toser
Amadeo Gonzáles (Historietista)
Cuando llegué por Emergencia pensaba que era el fin. Estaba muy asustado, por todas las historias que por la televisión se cuentan sobre los hospitales. Me llevaron a un lugar oscuro donde otros pacientes recibían oxígeno, un lugar helado donde era imposible no toser a causa del frío. En ese momento, me entregué totalmente a lo que venga. Agradecí por la vida y me dejé llevar. Cuando desperté, seguía en el mismo lugar, pero esta vez con sondas conectadas a los brazos. No tenía celular, no había forma de comunicarme con nadie. Luego me pasaron a una habitación. Allí pasé mi recuperación sin saber qué día era, sin conversar con nadie. Solo podía escuchar mi voz y mis recuerdos. Es muy triste en realidad.
Tuve la suerte de recuperarme. Me tomó dos meses después del alta dibujar un cómic de aquello, porque hasta entonces solo podía ver líneas o manchas. Me costaba tomar un lápiz, mi cerebro había sufrido las consecuencias.
Han pasado meses y sigo con el mismo miedo de volver a contagiarme. Comparto mi respeto con todos los que han sufrido este mal y espero en algún momento poder recibir la vacuna.
La droga de la esperanza
Fernando Ampuero (escritor)
Siempre hubo peste letal, pero nunca en la historia se había visto a tanta gente que, sin saber que estaba infectada, la propagara por el mundo. La rapidez del contagio fue tremenda debido a los aviones, que trasladaron multitudes a uno y otro país, y también a la conducta inconsciente o arrogante de varios políticos. Desde inicios del año 2020 hemos sido testigos de una catástrofe global que multiplica los puntos de vista, aviva oscuros intereses de lucro y, en definitiva, nos sume en la incertidumbre. ¿Son eficaces las vacunas? ¿Poco o mucho? Estos dilemas, que se agregan a las muertes crecientes y a la economía familiar dañada (o quebrada) por la cuarentena, mantienen a la gente muy molesta y muy solitaria, dedicada a insultarse por las redes. Tal es, en cierto modo, una triste consecuencia de la pandemia.
Pero hay otra más grave y peligrosa, que procede de la sobreinformación y la peste de mentiras: el miedo y la imaginación afiebrada que avizora, no sin razón, la posibilidad de nuevas plagas y violencia incontrolable. ¿Y cómo se cura eso? Con la droga que siempre ha sedado a la humanidad: la esperanza. El gran problema es que, como ocurre hoy con las vacunas, la esperanza tampoco alcanzará para todos.
El fracaso de las políticas públicas en Cultura
Herbert Rodríguez (artista plástico)
Uno: me produjo un profundo desaliento el exitoso asedio a la democracia por parte de políticos con penoso estándar ético, vacando a Vizcarra en medio del colapso sanitario. Pero, le siguió un momento esperanzador, el surgimiento de la “Generación del Bicentenario”.
Dos: Un nuevo fracaso de las políticas públicas en cultura. Los artistas, en una situación de mucha vulnerabilidad, vieron truncados sus proyectos. Sin embargo, cabe ver con esperanza no ilusa la potencialidad de la creación artística asociada a las redes. La vida se abre camino. En estos meses hemos visto florecer el arte digital, las exposiciones de arte y los eventos de intercambio de ideas virtuales. Se generan oportunidades de autonomía, de “hazlo tú mismo”, de trascender los soportes físicos y, también, los institucionales.
Y un comentario: Mucho debe de ser reconstruido en nuestro “país con más muertes per cápita por coronavirus del mundo”. Alerta a aportar a un proyecto de salida de esta crisis múltiple, y desde el camino recorrido de acopio de memoria para la acción, mi respuesta es centrarme en lo estético creativo mirando el largo plazo. Estoy seguro que somos muchos los que creemos que el Perú merece futuro.
Cambios profundos en nuestra relación con la naturaleza
Silvia Westphalen (artista plástica)
Ha sido muy doloroso vivir este año de pandemia. Se evidenció de forma escandalosa los graves problemas que enfrenta nuestro país: la falta de un sistema de salud pública que funcione, una educación incapaz de llegar a todos, una corrupción enquistada en los más altos organismos del Estado. La desesperanza y la desconfianza nos impiden crecer. La desigualdad es cada vez más profunda e intolerable. El saqueo constante de nuestros recursos naturales destruyendo el bien común. El aumento de casos de violencia familiar y la falta de apoyo a las víctimas.
Lo mejor ha sido la solidaridad e innovación que se ha manifestado en diferentes áreas, el poder apreciar la dedicación del personal de salud y de los docentes. Algo me llena de esperanza: la reacción ante el golpe de Merino. Se pudo, gracias a nuestras protestas, detener una usurpación. Hay nuevas generaciones dispuestas a luchar por defender sus derechos.
La sociedad de consumo desenfrenado en la que vivimos tuvo que parar, y esto nos lleva a pensar lo imprescindible que resulta hacer cambios profundos para lograr una relación con la naturaleza sostenible y provechosa para todos los seres vivos.
Las sonrisas las dibujo casi de memoria
Pancho Guerra García (artista plástico)
Al inicio de la pandemia posteaba textos de autoayuda en Facebook. A la semana, me cansé. Luego empecé a disfrazarme, fui Einstein, Fidel, Marx, Hemingway, a veces con respeto, otras con sorna. Lo mejor fue que mis hijos fueron recuperando los espacios perdidos, la rutina y la cocina vegetariana. Si tú pareja no vive contigo, el amor se vuelve trágico y romántico a la vez. Enseñar arte a chicos de Inabif fue una hermosa y esperanzadora experiencia, el arte sana y suma. Pinté orgulloso, agradeciendo a tantos “seguidores”. Lo más doloroso fue la partida de mi padre. Se fue en un agosto tristísimo, antes de ver a su universidad oscurecida por aves de paso.
Ahora uso más el cubreboca que las medias. Y las sonrisas las dibujo casi de memoria.
Para mí, la frontera de nuestros miedos está instalada en la línea blanca de la cocina. El bicho nos robó el presente, aunque hayamos logramos congelar algo de él, en ese cocinar y pintar cada día, con la muerte acechando afuera. El humano es un ser que, aun sabiendo cómo funciona el mecanismo de la tostadora, se asusta cuando salta el pan.
Dejar de vivir una vida en el teatro
Alberto Ísola (Director de teatro, actor)
Lo más duro y lo más esperanzador de la cuarentena nacen de lo mismo: de la comprobación de lo endeble de los cimientos de nuestras vidas aparentemente incólumes. El vacío da vértigo, pero también impulsos para levantar vuelo. Lo más duro, dejar de vivir una vida en el teatro, en el sentido poético y en el cotidiano. Cruzar ese umbral invisible y entrar a escena, pasando de un mundo a otro en un suspiro. Sentir la respiración silenciosa del público mientras estás en escena. Y también aprenderse la letra, ensayar, tomarse el cafecito del break. Nunca antes había dejado de hacer teatro. Ni siquiera en tiempos de la violencia. Lo más esperanzador, las alumnas y alumnos que transforman las limitaciones de algo llamado Zoom para seguir creando teatro, con una pasión y una imaginación que hacen que te avergüences cuando piensas que todo está perdido. Esa cosa con plumas, como escribía Emily Dickinson, que se posa en el alma y entona melodías sin palabras. La esperanza, pues. Y el futuro, porque hay un futuro.
Un virus que no tiene vida cambió las nuestras
Gino Ceccarelli (artista plástico)
Hace un año, un virus que no tiene vida cambió las nuestras. La humanidad entró en trompo y transformó casi todos nuestros hábitos cotidianos al punto de que ahora la mascarilla se ha convertido en elemento imprescindible para salir a la calle. Aunque nos esforcemos en aparentar que no es así, nos hemos convertido en una humanidad deprimida. Incluso extrañamos esa “normalidad” que no nos gustaba y criticábamos.
Lamentablemente han salido a flote personas insensibles que ven en esta desesperanza generalizada una oportunidad para satisfacer su angurria, sus deseos por acumular poder incluso a costa de la muerte de los demás. Todo se volvió sospechoso y nos volvimos desconfiados. Dentro de este magma amorfo, las voces más esperanzadoras y sorprendentes han sido las de los artistas, quienes no se han rendido y continúan proponiendo nuevas ilusiones, visiones y creaciones, a pesar de no obtener ganancias ni tener espacios para mostrar sus obras. Una vez más, el arte sigue dando las pautas para un mejor funcionamiento de nuestra dolida humanidad. Aunque pocos se han dado cuenta de esto.
No hubo abrazos para Yeyé
David Flores Hora (curador de arte)
A mi madre le decíamos Yeyé. Nació hace 74 años y falleció hace unos días. Sufrió un cáncer muy raro en el Perú. Sabía que moriría pronto, lo único que tenía claro sobre su enfermedad. Durante un año evitamos, en la medida de lo posible, ir al médico. Recibíamos consultas virtuales, hasta que fue necesario internarla hace algunas semanas. Casi no pude visitar a mi madre. Las visitas estaban restringidas.
Murió en su casa y en mis brazos, con una tranquilidad propia de una mujer fuerte y pacífica. Fui testigo del momento en que una persona da sus últimas bocanadas de aire y pierde su mirada en el infinito. La velamos de manera privada, en la sala. En el entierro, solo ocho personas pudieron entrar al campo santo.
Este periodo de pandemia significó el querer y no poder. Querer abrazar y besar a mi madre en agonía, y no poder hacerlo. Significó la perdida de la ilusión y la esperanza. Resignarme a su desaparición física. Ser un espectador sin control de nada en absoluto. La muerte de mi madre fue solo una, en medio de la muerte global. Soledad, resignación y dolor.
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