Charlie Watts está en la sala de mi casa. Imperturbable. Con un polo celeste y baquetas en mano. Frente a él Jagger se contornea. Richards y Wood rasgan cuerdas. Esa foto, impresa en gran formato, la tomé en Argentina. El pasado martes 24 de agosto, al enterarme de la muerte de Watts, me paré frente a la foto y concluí con pesar: son mortales.
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La primera vez que tuve esa noción fue hace cinco años, en febrero del 2016 en Buenos Aires, cuando logré traspasar el halo de divinidad que los rodea y pude ingresar ahí donde el mito se hace humano: sus camerinos.
Aquella vez, la zona de camerinos del estadio Único de la Plata estaba parcelado en varios ambientes. Luego de pasar por un ambiente grande con instrumentos, ingresé al camerino de Charlie, un pequeño espacio encajonado en telas negras, discreto, preciso, como él.
Lámparas de piso con luz cálida, la alfombra y cortinas negras, daban la sensación de estar en un pequeño club de jazz. Para abonar a ese mood, en la larga mesa con mantel negro había servilletas de tela roja con el logo del mítico Cotton Club de Harlem, Nueva York, cuna del jazz más decadente y hogar de grandes como Duke Ellington, uno de sus héroes personales y cuyo CD ‘Duke Ellington Ken Burns Jazz’, descansaba junto al ‘Harlen-Kinston Express de Monty Alexander’ y ‘The Essential Preservation Hall Jazz Band’. Un sencillo reproductor de cd marca Sony cerraba la escena.
Al otro lado de la mesa, cuatro botellas de agua Fiji, flanqueadas por vasos descartables azules y cuatro copas de vidrio, eran acompañadas por pequeños bowls con almendras, pasas rubias, cashews y albaricoques, además de una barra grande de chocolate amargo Turista. Dos coolers, uno grande azul permanecía cerrado, mientras que uno más pequeño de color rojo, esperaba el momento de ser llenado con hielo.
Un sofá plomo de tres cuerpos, flanqueado por dos sillones individuales color crema y una pequeña mesa de madera completaba el mobiliario. En dicha mesa, dos pads de prácticas y sus baquetas Vic Firth, de la serie dedicada a él, aguardaban el momento de calentar muñecas antes de salir a escena.
Me sentí un profano en tierra santa. ¿Y si me llevo una baqueta? No soy digno, pensé.
Estaba en el backstage de la banda más grande de la historia del rock, en el camerino de un consagrado músico como Watts, sin embargo, la sencillez de su espacio contrastaba con la fanfarria Stone.
En un extremo de la habitación, el baño, austero y mínimo, tenía un lavadero con un sencillo espejo, un repelente de insectos, una crema de manos, jabón líquido y desinfectante en gel. Una mullida toalla ploma oscura colgaba de un rack.
Pero como la suerte acompaña al que tiene fe, no solo me llevaron a los camerinos, sino también al mismo escenario donde horas más tarde tocarían ante el público que ellos consideraban el mejor del mundo: el argentino. Sentía que todo era irreal. Miraba los cables, las cintas que marcaban posiciones en el piso y de pronto, la batería Gretsch de la cual Watts se enamoró y la compró pese a ser de segunda mano. Ese era Watts. Me sentí atraído a ella como polilla a la flama. Deseaba sentarme, hipnotizado, pero no quería tentar al destino, ni mi suerte.
Horas después estaba otra vez en el Estadio Único de La Plata, frente al escenario, con mi cámara y flanqueado por miembros de seguridad que no nos dejaba voltear y fotografiar al público. El telón estaba por caer y los nervios me hacían sudar más que los casi 40 grados del verano gaucho.
Explosiones seguidas de la caída del telón. Solo dos canciones para poder disparar o morir. Mick Jagger se mueve como poseído, Keith goza, Ronnie Wood sonríe y Charlie Watts se muestra, como siempre, imperturbable. ¿Cómo lograr hacer una buena foto si cada uno es un ídolo por mérito propio? Nos avisan ahora que solo nos queda una canción para fotografiar. Disparo, enfoco, ruego, sufro. Apelé a toda mi experiencia, casi treinta años, para confiar en mi ojo, completamente concentrado.
Terminó nuestro tiempo. A bajar la cámara, de lo contrario nos quitarían las tarjetas. De ahí nos llevaron a unos casilleros para dejar nuestros equipos si queríamos quedarnos en el concierto. En las siguientes dos horas, entre brazos levantados, saltos y cantos, pensaba: ¿tendré LA foto?
Difícil creer que tan solo diez años antes había viajado a Buenos Aires en pos de mi primer avistamiento Stone, sin más contacto que la entrada que compramos meses atrás, antes incluso que los propios argentinos.
Encuentro cercano del tipo stone
Era febrero del 2006 y aguardé todo el día, con cámara en ristre, frente a uno de los laterales del hotel Four Seasons. Ahí, bajo un balcón que tenía atado un pañuelo negro con calaveras blancas -signo inequívoco de la presencia de Richards- aguardé junto a un grupo de sudorosos jóvenes rollingas a que sus majestades asomaran. No lo hicieron.
Cerca de la hora del concierto los pude fotografiar cuando abordaban el bus que los llevaría al estadio de River. Recuerdo que Charlie sonreía por la ventana.
Unas horas después, con una cámara pequeña que logré camuflar, los vi sobre el escenario por primera vez. Pero como no hay primera sin segunda, cuando meses más tarde se dio la posibilidad de viajar a Múnich, Alemania, donde se presentarían en el Olympiastadion, no lo dudé y enrumbé tras la magia Stone.
Ahí sufrí. Difícil es para un fotógrafo como yo asistir a un concierto sin una cámara, por más fan que fuera de los Stones, no llego a disfrutar el momento. Aquella vez no logré acreditarme, entonces, a falta de material gráfico capturado por mi, me dediqué a llenarme de souvenirs: afiches, polos, colgantes, vasos, naturaleza muerta de una obsesión.
Al año siguiente, en mi constante búsqueda Stone, viajé a Londres y recalé en el restaurante Stiky Fingers del ex bajista de los Rolling Stones, Bill Wyman.
El restaurante, que lleva el nombre del mítico álbum Sticky Fingers de 1971, se convirtió en un museo abierto Stone con memorabilia recolectada por Wyman durante sus años en la banda. En junio pasado, luego de 32 años, tuvo que cerrarlo debido a la pandemia de COVID-19.
En América Latina
Mi obsesión por poder fotografiarlos en vivo resucitó en el 2015, cuando una gira Latinoamericana despertó la esperanza de poder cubrir su concierto. Cuando se confirmó su fecha en Lima, me empeñé en estar lo más cerca a ellos, en seguirles la huella, respirarles en la nuca.
La anunciada presencia de la banda en Lima no solo alivió mi obsesión, también permitió que mi libro de fotos de conciertos (llamado Rocanrol en honor a la canción It’s only rock n roll de los Stones) tenga su último empuje. Y por supuesto, los debía tener como plato de fondo.
Era un sueño que la banda más grande del rock n roll, con sus cuatro integrantes, tocara acá en Lima. La afiebrada locura de la gente de Kandavú. Una vez confirmada la fecha, 6 de marzo del 2016, empecé con los preparativos para seguirles el rastro una vez que aterrizasen.
Expertos en el despistaje. Herméticos. Todo un reto ubicar el hotel donde se hospedarían, el Westin. Ahí tomaron todo un piso y se restringió el acceso. Concluí que por ahí sería imposible ubicarlos. Pero un halo de esperanza llegó con un amigo cocinero que, conociendo mi angustia y violando su código de reserva, me contó que iban a cenar en el restaurante Astrid & Gastón de la Casa Moreyra.
Cual efectivo Terna en misión, fui y comencé a deambular por fuera del restaurante, camuflado, para no levantar la sospecha de los miembros de la seguridad privada de los Stones y por supuesto, de algún avispado colega.
El dato era certero y la espera dio sus frutos. Ahí, a puertas cerradas, cenaban los cuatro junto con sus familias, amigos y compañeros de banda. Ahora todos viajan con sus esposas, algunos hijos y hasta nietos. Eso sí, cada Stone va con su propio equipo de seguridad.
El primero en salir fue Charlie Watts junto con su esposa Shirley Shepherd. Su delgada silueta y cabello blanco lo hizo identificable pese a la distancia y la noche. Vi que alguien se acercó a él y comenzó a charlar. Era Gastón Acurio, dueño del restaurante. ¿Qué conversaron? Gastón nunca lo contó.
Tampoco hay imágenes que registren esa noche. Los celulares fueron vetados para dejar todo a la memoria.
Después de Watts salieron los demás. Un alertado miembro de seguridad me identificó y apuntó una potente luz a mi lente. Blanco, todo blanco, pero ya tenía a Charlie en Lima.
El día del concierto, acreditado como debe ser, no podía creer que finalmente los vería rockear en mi ciudad. Con la adrenalina zumbando, registré las dos canciones iniciales. De ahí, a saltar, gritar y cantar.
Cinco años después, con un año y medio de pandemia, estos caballeros me volvieron a contagiar optimismo, vida. El día de mi primera dosis de la vacuna contra el COVID-19, le pedí a la enfermera, con el aplomo que mi fobia a las agujas me permitió: “pinche en la lengua por favor”. Y así, esas gotas de vida, fueron clavadas en mi tatuaje de la lengua Stone. Ahora que partiste Charlie, si llego a fotografiar a tus compañeros otra vez, recordaré esta rola de ustedes: “una sonrisa alivia un corazón que se aflige, recuerdo lo que dije, no voy a esperar a una dama, solo estoy esperando a un amigo”.
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