Un padre y un hijo se sientan en las butacas del Estadio Nacional. No hay ninguna indicación para el niño, salvo la de un índice que apunta mientras él observa y asiente convencido de que lo que le está contando su viejo es cierto. En esos trece o catorce años que aparenta, el niño no lo sabe, pero acaba de construir un recuerdo que quizá a los treinta y cinco o cuarenta, lo haga llorar. No hay más. O sí. Hay miles de personas, más de veinte mil, si las matemáticas no traicionan, pero ellos sólo se tienen el uno al otro: el padre que guía, el hijo que acepta. No hay teléfono, tampoco selfie, sólo hay un instante, un retrato mental, una expectativa por esa música que remueve estómagos e inquieta espíritus y atraviesa generaciones. Están ellos, padre e hijo. Al frente: Roger Waters.
Este no fue un concierto cualquiera. Fue el último y la gente le cree. Incluidos en los ochenta años que hoy ostenta el cofundador de Pink Floyd, fue en los sesenta, de regreso de Cambridge a Londres con su amigo Syd Barret (el otro cofundador) que decidieron abrazar con honestidad -una empresa extremadamente dificultosa aunque no se repare en ello- la decisión que cambiaría sus vidas, la de millones alrededor del mundo y la historia de la música. En ‘This is not drill’ ese pequeño relato irrumpió en español en un escenario imponente y cinematográfico, mientras sonaba “Wish you were here” como un homenaje y como bomba emocional para quienes, en campo y tribunas, se abrazaban, miraban al cielo, acompañaban la melodía con los brazos extendidos o simplemente pensaban y pensaban sin dejar de oír. Y la historia que se contaba en pantallas, siguió: “En la época de ‘Wish you were here” me fue mal en mi matrimonio, así que estaba un poco inestable emocionalmente. Una noche cenando en la cantina de Abby Road, casi me pierdo. Era como mirar en la dirección equivocada. Yo estaba comiendo salchichas, huevos y frejoles con un tenedor sostenido por unas manos diminutas, en una mesa diminuta, con una banda diminuta. Estoy teniendo un ataque de nervios”, se lee en una retrospectiva honestísima y valiente.
Mientras eso ocurría, alguna lágrima se pudo ver en la tribuna, alguna reflexión se extendía entre Javi, Enzo y Carlos, tres amigos de los cuales dos veían por primera vez a Waters y habían quedado impresionados por la puesta y la calidad sonora del show: “Me impresionó el sonido totalmente nítido. Los instrumentos se escuchaban incluso por separado y ha sido un show espectacular”, comenta Carlos, aquel que ya lo había visto en Lima y que también ha paseado por algunos países para ver a bandas como Pearl Jam o Bad Religion.
El concierto tuvo un inicio calmado con una reversión de “Comfortably Numb”, del álbum “The Wall”, cuyo arreglo nuevo incluía órgano pero no solo de guitarra. Sin embargo, y sorprendiendo incluso hasta a quienes tenían idea del setlist, la segunda canción fue “Another brick in the wall”, un himno de rebeldía intergeneracional. El bajo, los arreglos nuevos y el apoyo de Jonathan Wilson y Dave Kilminster en las guitarras levantaron el Nacional como no tantas veces. Todo estaba diagramado para que ese padre y ese hijo, esos amigos que seguían fortaleciendo el vínculo y Melodía Cáceres, una comunicadora que estaba en la tribuna norte y que compró su entrada desde marzo “porque a Pink Floyd y al rock clásico lo conocí por mi papá”, dieran por bien pagado su boleto.
Waters, el contestatario
La inocencia estaría en ir a un concierto de Roger Waters y sorprenderte con un activismo visceral, un compromiso inquebrantable con las causas de los grupos oprimidos y una lucha feroz en contra de un sistema que perpetúa la desigualdad. “This is not a drill” es un artefacto pensado para que los sentidos de quienes están en el estadio (porque es un show pensado para grandes colosos) se agudicen y logren, así, adquirir esa experiencia tan inmersiva como cómplice que Waters y sus músicos vienen promoviendo desde antes del seis de julio de 2022 cuando empezó la gira en Pittsburgh, Pensilvania. Sí, un año y medio girando con ocho décadas en la mochila.
Decía José Carlos Matiátegui en “El artista y la época” que “La burguesía quiere del artista un arte que corteje y adule su gusto mediocre. Quiere, en todo caso, un arte consagrado por sus peritos y tasadores”, y si bien habrá detractores, también hay quienes resaltan el valor atemporal de la cita tomando consciencia de una posmodernidad líquida y superficial. Waters, por supuesto, representa todo lo contrario: el combate y la frontalidad, el exceso y, dirían algunos, cierta contradicción. Quién no la tiene, por supuesto. El concierto, con un sonido pulido y trabajado hasta el milímetro, tuvo la misma estructura que presentó, por ejemplo, en Argentina y en Chile. Y aunque en dichos países también aparecieron imágenes de un gran puñado de presidentes estadounidenses siendo tildados de “criminales de guerra” (Reagan, Nixon, Clinton, Bush y hasta el Premio Nobel de la Paz, Barack Obama) mientras interpretaba en el piano una reinvención de “The bravery of being out of range”, es al interpretar “The powers that be” donde Waters no escatima en la denuncia contra manifestantes asesinados en Perú, contra la violencia hacia la mujer en países de Medio Oriente u honrando la memoria del cantautor chileno Víctor Jara (en el concierto en Chile) víctima de la dictadura de Augusto Pinochet.
Luego, no fue sino hasta “Sheep”, mientras una oveja gigante flotaba con plasticidad sobre la cabeza de los asistentes, cuando el músico, salón de la fama del rock desde 1996, se sumergiría en los conceptos más distópicos y corporativistas de un futuro no tan alentador imaginado por escritores como George Orwell (1984, Rebelión en la granja) y Aldous Huxley (Un mundo feliz) en donde la mayoría viviría entre autoritarismos o, en su defecto, dictaduras del consumo y el placer. Fue allí cuando las luces rojas con el fondo negro del escenario permitieron ver diferentes mensajes: “Resist capitalism”, “Resist fascism” y contra cualquier tipo de guerra u opresión. Lo fascinante de esto es que no termina siendo arte panfletario que utiliza su contenido de manera maniquea sólo para traficar algo: Waters va de frente y si no te gusta o te permites discrepar con el inglés de cabellos plateados, puedes hacerle caso al mensaje del inicio: “Si eres de los que dicen: ‘Me encanta Pink Floyd, pero no soporto la política de Roger, harías bien en irte a la mierda, e ir al bar en este momento’”.
Waters venía de polémicas en Argentina y Uruguay. En el primer país la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas) presentó un amparo con un pedido para que suspendieran los conciertos del músico británico, acusándolo de antisemita por su postura clara en contra del Estado de Israel. “Una sola persona en el mundo sabe si Roger Waters es un antisemita o no. Y esa persona es Roger Waters. Yo sé muy bien lo que siento en el corazón y no he tenido un solo pensamiento antisemita en toda mi vida. Lo que condeno es lo que hace el gobierno israelí y lo seguiré condenando porque está mal. No es la guerra contra mí lo que me importa, sino la carnicería de hermanos y hermanas en Gaza”, declaró. Sin embargo, Waters siempre ha rechazado estas atribuciones. Sus detractores lo acusan de no ser consecuente para, además de condenar a Israel, hacer lo mismo con Hamás. Juegos dialécticos con callejones sin salida.
En un show cargado de nostalgia, imponente y extremadamente profesional, Waters se despidió con “Outside the Wall”, para luego presentar y agradecer uno por uno a sus músicos. Quizá haya sido su última vez en Lima, quién sabe, pero como tenía que ser, dejó huella.
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