¿Dónde estaba un bisoño Alberto Isola a fines de febrero del año 1972? En un teatro. Estaba ensayando “A la diestra de Dios Padre”, drama experimental del colombiano Enrique Buenaventura, montaje de difusión de la Universidad Católica dirigido entonces por un también jovencísimo Gustavo Bueno. Isola era originalmente su asistente, pero como suele pasar en las mejores biografías, un actor falló antes del estreno y él tuvo que interpretar su papel. De aquello se cumple exactamente medio siglo, y de allí también empezó una aventura que él define como “increíble”: cada fin de semana, los tan ingenuos como militantes actores subían a una camioneta van y partían a los sitios más alejados para hacer funciones: en el Sindicato de Estibadores del Callao, en el Instituto Ermelinda Carrera, a estadios, clubes de madres. Para un debutante actor que soñaba con ser director, el teatro le daba la bienvenida muy lejos de una sala convencional.
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Eran los militantes años setenta. Por entonces, ya el Teatro Nacional Popular presentaba “La muerte de un viajante” de Arthur Miller, celebrado montaje dirigido por Alonso Alegría con la extraordinaria actuación de Hernando Cortés. También funcionaba la Asociación de Artistas Aficionados, con “Las brujas de Salem” en cartelera, mientras que Pepe y Lola Vilar presentaban sus obras de humor y enredos en el Teatro Entre Nous y en la Sala Alzedo. Recién fundados, Cuatro tablas y Yuyachkani daban sus primeras funciones en espacios públicos y Oswaldo Cattone aún no había pisado suelo peruano. Había mucho teatro universitario y. como no, mucha efervescencia política. Isola veía aquello con ojos nuevos, descubriéndolo todo.
Esos descubrimientos tenían como epicentro el centro de Lima. Por entonces, Isola estudiaba en el local de la Universidad Católica de la Plaza Francia, pues su padre, negándose en un inicio a apoyar sus intenciones de estudiar dirección teatral, le propuso seguir dos años en la Facultad de Letras. “Fue un regalo” -recuerda ahora-. “La plaza, las librerías, los cines, los cafés. Y unos maestros extraordinarios, empezando por Luis Jaime Cisneros, Onorio Ferrero, Franklin Pease, Jose Antonio del Busto. Mi padre no sabía que, a media cuadra de la Plaza Francia, estaba la escuela del TUC (Teatro de la Universidad Católica). ¡Me puso literalmente en la puerta! Meses después de su debut teatral, en agosto del 72, Isola partiría a Italia para seguir estudios en la escuela del Piccolo en Milán. Para el hoy fundamental hombre de teatro de 69 años, aquella experiencia universitaria fue un fundamental tiempo de preparación.
¿Cuantas certezas tenías entonces y cuántas tienes hoy?
Tenía la certeza que esto es lo que quería hacer. Todavía no contemplaba ser actor, pero la certeza de ser director era absoluta. ¿Qué certeza tengo ahora? La misma.
¿Qué se siente cuando uno recibe homenajes, sabiendo que en el fondo no se sabe hacer otra cosa?
(Ríe) Cuando me homenajean o me premian me siento un poco avergonzado. Me reconocen por algo que me encanta hacer. Hacerlo ya es un premio. Pero más que pensar en que los merezca o no, lo que pienso es que todavía quiero seguir.
¿Sientes que los homenajes son como despedirte sutilmente?
¡Y más cuando son por cumplir 50 años! Es algo que nunca se me había pasado por la cabeza. Siento que detrás de todos estos homenajes hay una voz que te dice que ya estás llegando al final de la fiesta. Es como cuando de niño te iban a recoger de un cumpleaños y tú pedías que te esperen, que todavía querías jugar.
¿Siendo la naturaleza del teatro efímera, cumplir en él 50 años es algo que pasa muy rápido?
Sí. Rapidísimo en una primera impresión. Pero después, cuando piensas en momentos específicos, te das cuenta que resulta un montón de tiempo. Pero no los he sentido.
A veces el tiempo se detiene cuando encuentras un espacio que te sirve de refugio, como la sala del Británico que nos acoge ahora. También pienso en el Teatro Larco, donde impulsaste una ambiciosa empresa productora. ¿Cómo llevas el sueño del teatro propio?
Ya no lo tengo. Creo que es un maravilloso sueño, pero cuando se hace realidad, se vuelve sumamente complicado. En el teatro Larco tenía un espacio seguro, que me permitía algo que extraño: la continuidad de proyectos propios. Pero tengo una imagen que nunca me podré olvidar: las famosas tablas con los boletos enrrolladitos como palitos, verlos marcando butacas vacías al llegar al teatro. Y sentir entonces que tienes que pagar la luz, el agua, etc. Cuando estás en un teatro que no es tuyo, es algo muy duro.
Sientes que todo el esfuerzo se va en alimentar a un monstruo...
Es curioso, porque mientras lo alimentas, el monstruo te da también cosas muy buenas. Pero ya no tengo ese sueño. Me encanta ser huésped, y siempre he sido muy bienvenido. Pero me falta esa posibilidad de pensar más a largo plazo, hacer proyectos, imaginar temporadas una después de otra. Fueron seis años en el Teatro Larco, y tengo un buen recuerdo, salvo esos palitos en la tablita. A veces estaba lleno, como en “La Nona”, y otras, como “Números reales”, una obra de Rafael Dummet que yo quiero muchísimo, no tuvimos mucho público.
A fines de los ochenta, llevar público a un teatro era un triunfo. Eran los tiempos de la violencia.
La noche que estrenamos “Belenes, sofocos y trajines” de Leonidas Yerovi fue el atentado en Tarata, a pocas calles del Teatro Larco. Yo estaba fuera y vi la explosión. Imaginarás que los días siguientes no superamos los cuatro espectadores. Pero hacíamos las funciones. Había un consenso entre todos: teníamos que hacerlas, aunque no ganáramos un centavo. Solo porque teníamos que seguir.
¿Entonces los actores tenían más mística que hoy en día?
Sí. A mí no me gusta la nostalgia, salvo con la música y los postres. Pero si extraño esa mística. Tú te comprometías con un trabajo y te mantenías en esa línea, pasara lo que pasara. Extraño también una cierta disciplina. Entonces no podías dejar un montaje. Hoy los actores muy fácilmente te dicen “no puedo seguir”, “no lo voy a hacer”, o “me ha salido algo”. Yo ya asumí una actitud más filosófica frente a eso, y lo entiendo. Pero me duele. En el grupo Ensayo, por ejemplo, sentía que cada nuevo montaje traía todo lo que habíamos aprendido del anterior. Y eso nos enriquecía. A pesar que nos peleábamos como hermanos con Jorge (Guerra) y Lucho (Peirano), que nos reuníamos tras la obra y nos decíamos de todo. A veces era bien duro, pero lo extraño. El grito de batalla que siembre damos cuando nos encontramos los tres, es “¡Vuelve Ensayo!”. Y claro, hay cosas que me encantaría que regresen, a pesar de que tanto el mundo como nosotros hemos cambiado.
Hablando de gritos de batalla, ¿cuándo dejaste de ser un director gritón en los ensayos?
¡Es muy buena pregunta! (ríe). Creo que empecé de dejar los gritos y ser más paciente cuando dejé el Teatro Larco. Ahora me provoca, pero me cuido. Los que han trabajado conmigo se ríen ahora, porque me recuerdan cómo yo me iba de la sala. Parecía que una pataleta, pero en verdad sucedía porque yo no sabía qué hacer. Ya no hago el número de María Callas para disfrazar mi inseguridad. Nunca maltraté a nadie, pero perdía fácilmente los papeles. Si te decía algo feo, luego te ofrecía miles de disculpas. Llegado un momento, los actores y actrices con los que trabajaba empezaron a crecer. Ahora no me nace gritar, y creo que no consigues nada con eso.
¿En 50 años actuando y dirigiendo, has conocido modas o teorías teatrales que hoy hayan desaparecido?
La creación colectiva sigue existiendo, y con muy buena salud. Cada espectáculo de Yuyachkani sigue siendo para mí un placer y un referente. Lo que nunca me gustó fue ese teatro confrontacional que me dice lo que tengo que hacer, que me da lecciones, que te hacía sentir mal, no lo soporto. Yo no voy al teatro para eso. Creo que es una reacción a mi educación católica: cuando siento que me están tratando de educar, me molesto. También me molesta el teatro hecho a la ligera, sea una comedia o una obra de Brecht. Pero eso ya no se ve mucho. Creo que ha habido un crecimiento de conciencia, el lado positivo de la profesionalización. El lado malo es la ausencia de mística.
¿Hubo dramaturgos que amaste y que hoy ya no soportas?
Más bien me pasa lo contrario: hay dramaturgos que antes jamás pensaría que me iban a gustar, como Pirandello, por ejemplo, que ahora me fascinan. Como Harold Pinter, o Maurice Maeterlinck, el autor simbolista. Todo nuestro teatro costumbrista ha sido para mí un descubrimiento. Creo eso sucede cuando llegas a una edad en que te empiezan a gustar los autores menos didácticos, menos claros, más ambiguos. Beckett, por ejemplo, me fascinaba pero no me veía haciéndolo. Y ya hice “Esperando a Godot” y “Días Felices”. Igualmente, sigo pensando que Brecht es un grandísimo dramaturgo, y hubiera querido tener más coraje para zurrarme en algunas de sus teorías. Su ideología no es más grande que sus obras.
¿Habiendo trabajado con Vargas Llosa en varios montajes, cómo ves los cambios que ha experimentado?
No pienso mucho en eso. Prefiero quedarme con ciertos recuerdos, con el Mario escritor y el hombre de teatro. Cuando hicimos “La Chunga” él se ponía buzo y calentaba con nosotros. Como ambos vivíamos en Barranco, yo me regresaba en auto con él. Y las conversaciones que tuvimos sobre el trabajo del escritor y del actor fueron maravillosas. En “Al pie del Támesis”, él estuvo en todos los ensayos. Era una persona que amaba profundamente el teatro, con una emoción de niño.
Llamó la atención sus críticas furiosas contra dramaturgos como Brecht, Bernard-Marie Koltès o Harold Pinter.
Brecht probablemente sea el autor que más detesta. Hemos conversado sobre eso, porque a mí me gustan mucho todos ellos. Y siempre eran conversaciones muy ricas. Además, los conocía. No era alguien que opinaba sobre algo sin fundamento.
¿No crees que tenga una mirada conservadora del teatro?
No siento que sea conservadora. En sus obras también hay una mirada muy teatral, muy original que quizás los montajes no han realizado del todo. Sus obras no son para nada convencionales. Quizás no son tan atrevidas como otros textos suyos, pero “Al pie del Támesis”, por ejemplo, es muy interesante lo que plantea.
El cuerpo muchas veces define los papeles que le llegan a un actor. En tu caso, has interpretado muchas veces al hombre con sobrepeso, timorato, al burócrata con bigotito. Como llevas como actor la pelea con el propio cuerpo?
Mi historia es esa. Subir y bajar de peso. A veces no se puede. En un primer momento de mi carrera era más osado y bajaba de peso un montón. Ahora, por comodidad, ya no lo hago. Acomodo al personaje a que sea más como yo. A pesar de que quizás en los últimos años no haya adelgazado tanto, si siento que hay cambios, cosas distintas. Los personajes que más satisfacciones me han dado son aquellas personas fuertes, duras, seguras, algo que yo no soy, para nada.
Cuando las imágenes disparan recuerdos:
El álbum de fotos de Alberto Isola comentado por él mismo
“Acto cultural” de José Ignacio Cabrujas (1985) Grupo Ensayo.
“Cabrujas fue uno de los grandísimos dramaturgos latinoamericanos y lo sigue siendo, a pesar de que murió muy joven. Hay un par de obras suyas que siempre le digo a Lucho Peirano para hacerlas. Esta obra la hicimos en el teatro Británico, y es una de las obras que más queremos, aunque no tuvo mucho éxito. Es una obra terrible sobre el teatro y la cultura: la “Sociedad Pasteur para el Fomento de las Artes, las Ciencias y las Industrias de San Rafael de Egido”, una de esas instituciones de provincia que existen en toda América Latina, decide representar una cosa descabellada sobre Cristóbal Colón. Pero por sobre todo, es una obra sobre la frustración de la vida cultural en nuestros países. Siempre pienso en volverla a hacer, pero me resultaría imposible con los mismos actores”.
“La ciudad y los perros” (1985), de Francisco Lombardi.
“No me hizo muy feliz. Mi relación con el cine no ha sido buena, es más bien distante. Soy un actor muy lento, de procesos. Yo voy mejorando durante las funciones. Pero el cine es siempre muy inmediato. Entré en la película porque el actor que iba a hacer el papel al final no lo hizo. Pancho (Lombardi) fue muy paciente y cariñoso, tengo un muy buen recuerdo de la película a nivel de trabajo. Pero no me quedé contento con el resultado. En realidad, nunca me quedo contento con los resultados cuando hago cine. Quizás sea porque soy un gran cinéfilo: me veo y no me la creo”.
“La chunga” (1986). Dirige Luis Peirano.
Si ahora lleváramos esta obra a escena como entonces la hicimos nos colgarían, pues para interpretar a los personajes nos pintábamos, lo que hoy se llama “brownface”. Pero fue una experiencia muy interesante, desarrollada con mucho respeto. Estuvimos en Piura, nos metimos a chicherías y burdeles para conversar con la gente. Fue un trabajo muy legítimo. La idea de pintarnos la sentíamos como una necesidad. Me gustó mucho hacer el personaje de El Mono, aunque al inicio Mario (Vargas Llosa) se resintiera algo conmigo porque quería que yo hiciera de Josefino, que interpretó muy bien Gianfranco (Brero). Con El Mono, fue la primera vez que hacía un personaje que no pertenecía a una clase social cercana a la mía, que venia de un mundo muy violento. Para mí fue una experiencia tremenda. ¡La gente se escandalizaba, se iba del teatro! Es uno de los trabajos actorales con los que más contentos me siento, a pesar del “brownface””.
“Ay, Carmela” (1989) de José Sanchis Sinisterra. Dirige Luis Peirano.
Yo había visto el montaje original en España, y me había gustado. Pero fue cuando José Enrique Mavila me dio el texto a leer, cuando la encontré fantástica. Sin embargo, todo el mundo, entre ellos Ricardo Blume, nos decía que nadie iba a entender la obra porque trataba sobre la Guerra Civil española. De repente, la hicimos en uno de los peores momentos de la violencia. Recuerdo a Sara Joffré, que solía ser muy dura, entrar al camerino terminada la función y decirnos: “Por fin hacen una obra que habla de lo que está pasando”. Me pareció alucinante. Es una obra entrañable, con una actriz maravillosa como Mónica Domínguez, pero también muy fuerte, que coincidía con lo que estaba pasando fuera. Y nadie nos dijo que no la había entendido. El personaje de Paulino es el que yo más quiero de mi carrera. Es tan imperfecto, tan limitado y a la vez capaz de amar tanto. Es tan temeroso en ciertas cosas y tan lúcido en otras. ¡Tan mal actor, además! me encanta.
“Ardiente paciencia” (1991) dirige Alberto Ísola y Gianfranco Brero
“Ahora que lo pienso, fue bien conchudo hacer de Neruda a los 39 años. Quizás porque lo codirigimos Gianfranco Brero y yo, lo que más recuerdo de esta experiencia fue hacer el montaje. Estaban además Monchi Brugué y Sergio Galliani, que eran, virtualmente, niños. El día del ensayo general recuerdo a Milena Alva, que estaba en ese montaje, llegar con la noticia de que habían asesinado a María Elena Moyano. Recuerdo su llanto, muy fuerte. De repente, cuando estrenamos la obra tuvo entonces otra fuerza. Fue un momento en que sentí que el teatro es algo frágil, pero a la vez tremendamente potente”.
“La nona” (1993) dirige Alberto Ísola
“La mayoría de gente aún me recuerda por esta obra. Tuvo un enorme éxito, pero me resultaba muy duro hacerla, aunque no lo crean. Empezaron a darme ataques de risa, que para mí es una señal de nerviosismo y cansancio. También arcadas. Al final, la temporada no alcanzó a durar todo lo que debió haber durado porque simplemente yo no daba más. Para mí, la nona no era una persona malvada, era alguien con algún tipo de demencia, que es así porque le habían dejado serlo. La imaginaba como una vaca, un animal que no expresa nada. Recuerdo la escena, sobre el final, que el personaje que interpretaba Jaime Lértora me trae flores. Las deja sobre la mesa y yo me las empezaba a comer. Entonces le daba un infarto y moría, mientras yo seguía comiendo. En una función, desde la tercera fila del teatro, se escuchó la voz de una mujer de unos 40 años decir, claramente, “¡Vieja de mierda!”. Y eso me impactó muchísimo. Es muy fuerte que tú puedas crear esos sentimientos en otras personas. Yo entiendo que la gente me pide que vuelva a hacer ese montaje, no entenderían si les explico por qué no pienso volver a interpretarla nunca”.
“Esperando a Godot” (1997). Dirige Edgar Saba
“Pasa una cosa muy graciosa con “Esperando a Godot”. Cuando Edgard Saba me llamó para hacer la obra, lo sorprendí al decirle que no quería hacerla. Cuando me preguntó por qué, le dije que me producía mucha angustia estar todas las noches haciendo una obra sobre algo que no va a pasar. Entonces él me dijo una cosa brillante. “No. En verdad estas dos personas creen firmemente que este hombre va a venir”. Y entonces la obra se volvió otra cosa, para mí. Me abrió una nueva mirada hacia Beckett. Fue un maravilloso montaje y me trae grandes recuerdos con mi queridísima Cecilia Natteri”.
“Las manos sucias” (2002) de Jean Paul Sartre. Dirige Jorge Chiarella
“Lo primero que pienso al ver esta imagen es en Jorge Chiarella. Con mucha pena. Coco fue muy importante no solo en mi vida teatral sino en la vida de todos. Conforme pasa el tiempo, te vas dando cuenta lo importante que fue. Y aunque peleábamos mucho porque éramos dos tercos, él siempre tenía la facultad de sorprenderme. Lo que él hizo con una obra como “Las manos sucias” de Sartre fue extraordinario. La convirtió no solo en algo presente y relevante, sino que le dio una enorme teatralidad. Lo mismo sentí en las otras dos obras en que me dirigió: “Enrique V” y “La controversia de Valladolid”. Lo que más recuerdo de Coco era su visión: yo soy muy inseguro y eso me vuelve desconfiado. Con él, todo siempre era un descubrimiento. Lo extraño mucho”.
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