La semana pasada el señor Rafael Correa asumió por un tercer período la presidencia de Ecuador. Y la asumió, vale precisar, gracias a una reforma constitucional que le permitió re-re-elegirse, como parece ser la tendencia entre los regímenes chavistas.
El señor Correa le ganó a su rival por lejos. Incluso, superó la votación que él mismo obtuvo en la elección anterior y está a punto de convertirse en el presidente ecuatoriano con el mandato ininterrumpido más largo en la historia del país.
Esta popularidad, en parte, tiene que ver con un golpe de suerte: el aumento de los precios a los que exporta Ecuador su petróleo permitió que los ingresos del gobierno se triplicaran desde el 2006. Ello hizo posible que el presidente lleve a cabo importantes inversiones públicas y programas asistenciales (como entregar mensualmente dinero a dos millones de los 14,5 millones de ecuatorianos) que lograron reducir considerablemente el número de pobres (aunque el crecimiento de este país no llegó a las tasas que sí alcanzaron otras economías más libres de la región).
La suerte que le sonríe al presidente ecuatoriano, no obstante, podría ser pasajera. Como hoy prueba Venezuela, un sistema económico construido sobre dádivas estatales financiadas gracias a precios contingentes del petróleo es, en el largo plazo, inviable. Los subsidios, además, generan dependencia del gobernante, más no las capacidades que permiten a los individuos crear su propia riqueza de manera sostenible.
¿Qué quedará el día que el petróleo ya no pueda mantener a flote a Ecuador? Pues, desgraciadamente, una economía con un aparato productivo destruido, pues las amenazas del presidente a las empresas han ahuyentado a la inversión (de hecho, Ecuador es uno de los países que menos inversión extranjera recibe en el mundo). Y, además, quedará un sistema democrático quebrado y endeble, pues el señor Correa se ha encargado de debilitarlo en todos estos años para poder concentrar todo el poder en él.
La situación del Poder Judicial, por ejemplo, es elocuente. De acuerdo con el Global Competitiveness Report del 2013, Ecuador ocupa el puesto 128 de 144 países en lo que respecta a la independencia de esta institución. Parte de la explicación es que, en el 2012, el Consejo de la Judicatura (órgano integrado por juristas independientes que selecciona, asciende y destituye a los jueces) fue reemplazado por un “consejo de transición” integrado por miembros que son designados en un procedimiento que, en la práctica, y como ha denunciado Human Rights Watch, solo esconde la elección del propio señor Correa.
El Parlamento, por su parte, también ha sido sometido al Ejecutivo. La Constitución que promovió el actual presidente le otorga a este último la potestad de archivar por un año cualquier proyecto de ley que no le agrade, dándole un poder de veto rara vez visto en otros países. Además, la Constitución le otorga la facultad de disolver la Asamblea Nacional “si de forma reiterada e injustificada obstruye la ejecución del Plan Nacional de Desarrollo” (en cristiano: cuando le dé la gana). Entre ambos poderes, el presidente puede hacer y deshacer con el Congreso como quiera.
A la prensa y a la libre opinión, además, se les ha colocado más de una mordaza durante los años del señor Correa. El presidente ya ha conseguido cerrar unos 20 medios de comunicación opositores, se ha encargado de crear un consejo censor de los contenidos de la prensa y de impedir que los medios tengan acceso a los funcionarios estatales. La revista “The Economist” cuenta cómo todas las emisoras de radio y televisión se vieron obligadas a transmitir sus 1.365 mensajes publicitarios entre enero del 2007 y agosto del 2012. Y, durante la última campaña presidencial, mediante una ley, se prohibió que los medios publicaran artículos “tendenciosos”, lo que prácticamente anuló toda crítica a su gestión. Finalmente, según Human Rights Watch, en Ecuador se usa de forma reiterada una disposición penal sobre “sabotaje y terrorismo” para perseguir a quienes participan en manifestaciones públicas contra el régimen.
Hace tiempo el señor Correa prometió lograr que “en el país ya no dominen los poderes de siempre”. Esa promesa, qué duda cabe, la ha cumplido. El precio, sin embargo, es haberlos concentrado todos en su persona.