En medio del gentío veraniego del centro de Kyiv, el militar ucraniano Vladyslav Jaivoronok relata el infierno del asedio a Mariúpol, cómo sufrió la amputación de una pierna y sus semanas de cautiverio.
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“Cada vez era peor, cada vez más duro. Aguantamos la defensa tanto como pudimos”, asegura a la AFP este soldado del regimiento Azov que participó en la batalla de la acería de Azovstal, en Mariúpol, símbolo de la tenaz resistencia ucraniana a la invasión rusa.
Con la ayuda de muletas tras la amputación de su pierna izquierda, Vladyslav, de 29 años, habla con la AFP delante de un gran cartel colgado en la fachada del Ayuntamiento de Kyiv donde se lee “Liberen a los defensores de Mariúpol”.
Moscú lanzó su invasión de Ucrania el 24 de febrero: en pocos días, Mariúpol, un puerto estratégico en el mar de Azov, quedó rodeado.
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Vladyslav y sus camaradas se atrincheraron en el inmenso y laberíntico complejo metalúrgico de Azovstal para seguir luchando.
Bajo constantes bombardeos, se instaló en un búnker medio en ruinas. Durante el día salía para ejercer sus funciones como operador de drones.
“Toda la zona estaba llena de trozos de edificios” y los soldados carecían de agua, comida y municiones, recuerda este hombre, mientras la gente que pasea por las calles del centro de Kyiv se fija en la pierna que le falta bajo su pantalón corto marrón.
Como “carne podrida”
Pese al rápido deterioro de la situación, los soldados mantenían la moral alta, dice Vladyslav: “Los últimos días, preveía una especie de batalla final. La esperábamos y estábamos preparados”.
Pero el 15 de mayo, un misil antitanque lo alcanzó.
Fue transportado urgentemente al “búnker médico” y allí, en una precaria mesa de operaciones, estuvo al borde de la muerte.
Al día siguiente, tuvieron que amputarle la pierna. También tenía una herida grave en el ojo derecho.
En el marco de un acuerdo con el que Kyiv esperaba poder sacar a los combatientes de Azovstal, Vladyslav fue transportado fuera del complejo.
Recuerda haber visto las insignias de los soldados rusos con el símbolo “Z”, utilizado por sus enemigos.
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Debido a sus heridas, no siguió el mismo destino que sus camaradas enviados a la cárcel de Olenivka, en la parte ocupada de la región ucraniana de Donetsk, donde decenas de presos murieron en una explosión en julio.
Pero las semanas de cautiverio en el hospital de Donetsk le trajeron otro tipo de sufrimiento.
“Había una presión moral. Ningún contacto con familiares, ningún acceso al teléfono”, cuenta el militar.
Los cuidados médicos eran “de un nivel muy bajo” y faltaban medicinas.
“Chorreaba como carne podrida porque, tras haber resultado herido de gravedad, sólo empecé a tener antibióticos en el quinto día”, dice.
Según Vladyslav, él y otros tres soldados de su habitación recibían la comida justa “para que el corazón no se detuviera”.
“Y cada día nos decían que nadie nos necesitaba, que no nos canjearían, que todo el mundo nos había abandonado”, añade.
“Presión en el interior”
De repente, sus seis semanas de cautiverio terminaron.
“Nos despertaron a las 4 de la mañana, leyeron la lista (de prisioneros), nos llevaron fuera, nos pusieron en un autobús y nos condujeron hasta la noche”, recuerda Vladyslav.
Ese día, más de un centenar de presos ucranianos fueron canjeados.
“No podía respirar hasta estar en el lado ucraniano, fuera del alcance de la artillería” rusa, afirma el soldado, cuyas heridas no le impiden bromear.
“Di mucho trabajo a nuestros médicos”, dice con una sonrisa este militar de carrera.
Se expresa de forma serena. Su voz sólo se quiebra una vez, cuando habla de los miles de prisioneros ucranianos que siguen en manos rusas.
“Esto no me deja tranquilo. Me oprime en el interior. Cuando los chicos estén de vuelta, podré respirar más libremente”, dice.
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