¡Buen día, estimado lector! No creo ser el único que tiene cierta fijación con los dictadores: con escudriñar sus discursos y, sobre todo, sus actos. Si bien uno va perdiendo la capacidad de asombro con cada tropelía que cometen, no deja de sorprenderme la desfachatez con la que siguen rompiendo límites y superándose a sí mismos. El más reciente caso de análisis es Daniel Ortega, el sátrapa de Nicaragua.
En enero del 2025, Ortega cumplirá 18 años consecutivos al frente del pequeño país centroamericano (en la década de los 80 del siglo pasado tuvo un primer período de cinco años). Cerca de cumplir ocho décadas de vida, el dictador tiene la salud algo quebrantada y ya no gobierna solo. Su esposa, Rosario Murillo, que además es la vicepresidenta del país, es tan todopoderosa como él. Y lo será todavía más.
El Parlamento nicaragüense acaba de aprobar por unanimidad, y sin chistar, enmiendas a la Constitución -propuestas por la pareja presidencial- que reforma 135 artículos de ella y deroga casi 40, uno de los cuales prohibía la práctica de la tortura. Aunque usted no lo crea, es la duodécima reforma que lleva a cabo Ortega en la Carta Magna desde el 2007, incluyendo una que le ha permitido ser reelegido indefinidamente en el cargo.
Pero esta reforma, que debe ser aprobada en dos legislaturas (lo cual será un mero trámite el año que viene), es el último clavo en el ataúd de la democracia y la separación de poderes en Nicaragua: establece que el Ejecutivo coordine a los órganos legislativo, judicial y electoral (que antes se reconocían como independientes), amplía de 5 a 6 años el período presidencial, establece la figura de copresidenta (que calza a gusto y medida de Murillo) e instaura la Policía Voluntaria, que no es otra cosa que una fuerza paramilitar.
En los últimos años la autocracia nicaragüense ha matado a cientos de civiles, ha encarcelado o deportado a miles de opositores, ha arremetido contra la Iglesia Católica y ha echado del país a numerosas ONG extranjeras. Siendo terrible esta lista, que por cierto queda corta, quizá lo que más deprime es esa sensación de fracaso y de no poder hacer nada frente a una tiranía ya comparable con la de los Castro en Cuba o la de los Duvalier en Haití. ¡Nos reencontramos el martes que viene!