En “El populista silvestre” (El Comercio, 21/8/22), Carlos Meléndez hace la aproximación más cercana, a mi juicio, a las razones que explican no solo por qué Pedro Castillo aún mantiene entre un 20-25% de aceptación a nivel nacional, sino a la naturaleza misma de su gobierno.
Es entendible que para quienes adscribimos a principios republicanos (“oficiales”) de respeto al Estado de derecho y normas básicas de lo occidental y comúnmente entendido como “buen gobierno” sea inaceptable que en el ejercicio del poder se incurra en la comisión de delitos comunes y prácticas criminales mientras, en simultáneo, se dice favorecer al “pueblo”.
Tanto como que quien es la primera autoridad del país sea un séxtuple investigado por la fiscalía y que en su modus operandi corrupto recurra a familiares íntimos y al entorno de amigos cercanos de aquí y de allá, y a la estructura de cuotas creadas por razones políticas. Una suerte de casta especial habilitada para hacer aquello que el resto estamos impedidos (claro, mientras no nos toque “esa suerte” de ser gobernantes).
Esa “marginalidad informal y política” (e ilegal, agrego yo) a la que alude Meléndez es la que hoy ocupa Palacio de Gobierno (“la Copa Perú”). De acuerdo. Sin embargo, agregaré tres preguntas que considero cruciales. Lo que hoy tenemos ante nuestros ojos, ¿es la realidad predominante de la práctica política en el país? Tal situación, ¿es irreversible e inexorable y, por lo tanto, no hay nada más que hacer? Y tres, cualquier reforma política, electoral o de la estructura del Estado, ¿debería atender y afrontar la cultura y vocación no oficial (no occidental) de esa gran cantidad de peruanos?
Una respuesta afirmativa a las dos primeras interrogantes equivale a sentenciar nuestra inviabilidad como Estado y como país y, por ende, que el último apague la luz. Creo, más bien, que toca contestar con un sí a la tercera pregunta.
Si algo de positivo tiene esta penosa circunstancia de Castillo en el poder es enrostrarnos en 3D la política tal y como es vivida, sentida y practicada en extensas porciones del territorio nacional. El solo dato de que una gran mayoría de autoridades regionales, provinciales y distritales sea objeto de persecución fiscal y/o sanción judicial es prueba de lo antes señalado.
Pedro Castillo y quienes lo blindan en el Congreso son una expresión de esa marginalidad e ilegalidad cada vez más devenidas normalidades. Hacer plena consciencia de ello es el primer paso. El siguiente es actuar, no solo en lo inmediato (apartarlo del gobierno), sino concertar con urgencia varias voluntades (no solo políticas) para impedir que el futuro del país sea secuestrado.
Lo peor que nos podría pasar en el Perú es encargarles las grandes reformas solo a los políticos.