Carlos Meléndez

El presidente ostenta dos herramientas políticas que usa instintivamente: el “cuoteo” y el asambleísmo. La primera consiste en distribuir convenientemente parcelas de poder a socios políticos (partidos, facciones o personalidades). Perú Libre manda en el Minsa, el Bloque Magisterial entra como en su casa en el Minedu, Dina Boluarte sigue inamovible en el Midis. Dicha práctica incluye a aliados caletas, pero determinantes en las votaciones congresales que han protegido al mandatario de una destitución presidencial. Su estabilidad en el cargo recae en que su ADN cuotero “hizo click” con la norma más importante de la democracia peruana en tiempos recios, aquella que dicta que si tienes al menos 44 votos legislativos leales, no caerás. Es el primer mandamiento para estadistas que pretenden perdurar, objetivo que ni Kuczynski ni Vizcarra consiguieron cumplir.

El primer año de sobrevivencia ha envalentonado al profesor, pues cercado por investigaciones fiscales, despliega la lógica del cuoteo a escala social. No empodera organizaciones para reivindicar derechos postergados, sino dicta políticas públicas enfocadas a beneficiarlas a cambio de confrontación anti-establishment. La Agenda 19 del Ministerio de Trabajo se lleva adelante a través de decretos supremos (terciarización y negociación colectiva) que no pasan por el ‘accountability’ congresal. Así, la plataforma de lucha sindical ha avanzado ‘sottovoce’, salto que no se produjo a través de décadas de huelgas generales. No me extrañaría, por tanto, la inclusión de una agenda rondera, ahora que el presidente ha convocado explícitamente a sus colegas. De hecho, ya incorporó a las rondas campesinas de la CUNARC a la base de datos de pueblos indígenas del Ministerio de Cultura –¡oh casualidad!– bajo el mandato de Betssy Chávez.

El segundo ingrediente de la receta castillista, el asambleísmo, actúa como proceso legitimador. Consiste en convocar a actores sociales tan informales como anti-establishment, medianamente articulados, a instancias de aparente deliberación pública del más alto nivel. Los Consejos de Ministros Descentralizados han sido artilugios de promesa y confrontación: dirigentes sociales dispuestos cara a cara a un Gabinete para despotricar de las élites. La promesa difícilmente se concretará, pero ya se exorcizaron suficientes deudas bicentenarias, al menos simbólicamente. En los últimos días, Castillo dio un paso adicional con las asambleas populares palaciegas. Ya no se trata del presidente omnipresente en el Perú profundo (Belaunde, Fujimori), sino el Perú profundo en Palacio de Gobierno.

Los efectos de este asambleísmo “de los de abajo” han sido rentables para el Gobierno, pues además de meterse a la izquierda incauta al bolsillo, generan popularidad entre los seguidores y miedo entre los opositores. La victimización no otorga puntos de aprobación si no se tocan las fibras sensibles del revanchismo social. No es casual que Castillo aumentara 11 puntos de aprobación en el Norte, región rondera por excelencia. No hay épica populista en ser solo víctima, pero sí en el resentimiento social, aquella reacción que las élites ven como propias del subdesarrollo, pero para quienes la portan se traduce en justicia divina. Movilizar políticamente a rondas campesinas y a etnocaceristas –con la liberación de Antauro Humala– resulta intimidante para una oposición timorata, atrapada en sus prejuicios.

Porque, como ven, la táctica castillista es elemental y no obedece al metaverso chavista en el que andan los avatares opositores. No estamos ante una fórmula comunista planificada desde el Caribe ni ante el libreto bolivariano que tantos consultores vendieron como venidero, sino ante la praxis política de un “sindicalista básico” (Guido Bellido dixit). El cuoteo y el asambleísmo son las estrategias propias de un populista silvestre como Castillo (ver “Populistas”, Debate 2022), socializado políticamente en el magisterio rural, las rondas campesinas y el conservadurismo andino. Solo que ahora, este ‘expertise’ llega al centro neurálgico del poder nacional y se potencia gracias a los recursos a su disposición. Cuando cayó el “elenco estable” limeño, vimos cómo Vizcarra y compañía –esa segunda división de la política peruana– llevaron la práctica de la política regional (destituciones vía serrucho y traición, referéndum para plebiscitar la política) a Palacio (ver “Anatomía de una Disolución”, Ediciones Crisol 2019). Ahora, han arribado a Plaza Mayor los elencos de la Copa Perú, con sus propios esquemas de juego. Y tal como sucede en los encuentros de fútbol de esta división amateur, los partidos pueden terminar con la hinchada linchando al árbitro.

Estamos ante el ‘wild’ del Perú informal, sin sofisticaciones ideológicas, con poco de idilio y mucho de real politik, en el que el crimen y la política se confunden en un continuo de relativismo moral, con reglas de juego que se legitiman más en la presión social que en el Estado de derecho; en el que no se esperan asambleas constituyentes ni neosocialismos para retar al establishment; el que no construye futuro sino inmediatez. No hay pretensiones de hegemonía, sino de momentum. Este populismo que capitaliza la incertidumbre ofrece el enfrentamiento entre el rondero y el fiscal como una viñeta costumbrista. Así, la pugna entre Pedro Castillo y Patricia Benavides no es sino el escalamiento –a nivel nacional– de la contraposición cotidiana entre la autogestión de la mano dura y el Perú oficial, traducida como la insurgencia de una minoría marginal contra una élite envuelta en sofismas republicanos.

Carlos Meléndez es socio fundador de 50+1 Grupo de Análisis Político