Ahora bien, no existen países “competitivos”, solo empresas competitivas. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Ahora bien, no existen países “competitivos”, solo empresas competitivas. (Ilustración: Giovanni Tazza)
Guillermo Cabieses

He notado una moda reciente entre algunos columnistas de titular sus artículos utilizando la palabra ‘liberal’ como sustantivo y acompañándola de adjetivos como intolerante, acomplejado, pasivo o ingenuo. El problema es que, quizá por descuido –o, tal vez, por desconocimiento– en estos artículos se define a una persona como liberal en función a su postura sobre una cuestión específica, reduciendo, así, una ideología, un sistema de ideas, a una postura sobre un tema en particular. Además, usualmente, estos temas particulares son irrelevantes para definir, por sí solos, si una persona es o no creyente en la libertad.

Un liberal no es solo quien está a favor de que dos personas del mismo sexo puedan casarse si lo desean o en contra de las cuotas de género. Un liberal bien puede estar en contra de lo primero y a favor de lo segundo. En ejercicio de su libertad se inclinará por una de esas opciones. En eso consiste la libertad. Lo que no hará es pretender imponer esa preferencia por la fuerza. Respeta siempre la libertad de discrepar de los demás. Su única arma es la persuasión. Decide vivir su vida según sus propias preferencias, sin imponerle estas al resto. A cambio solo pide lo mismo.

Esto tampoco es lo único que hace a una persona liberal. No es tan fácil serlo. El liberalismo es una ideología. Para poder proclamarse liberal, así como para cuestionar solventemente a quien así se define mediante el uso de adjetivos, se requiere algo más que una tribuna periodística. Hay que estudiar los textos que han servido de fuente para esa concepción del mundo. En ellos se descubrirá que los liberales, además de esa vocación de respeto por las preferencias de los demás, desconfiamos seriamente del poder estatal, pues este, lejos de usarse para lo que existe (proteger el derecho de cada uno de vivir su vida como le parezca mientras no afecte la libertad o propiedad de los demás) se utiliza con demasiada frecuencia para forzar a muchos a seguir las preferencias de otros pocos.

Un liberal también cree que el mercado es el único mecanismo para que las personas podamos ser realmente libres y, por lo tanto, reniega de la intervención estatal. ¿Por qué? Muy simple, las transacciones de mercado son voluntarias, no impuestas. Eso nos permite saber que si se dan es porque ambas partes estiman que estarán mejor que antes de que ocurrieran.

El Estado es un árbitro, no un jugador. Por eso, un liberal no puede estar a favor de la planificación estatal, sea esta centralizada, estratégica o para la diversificación productiva. No cree en la redistribución de la riqueza, sino en la creación de esta. No cree en la regulación, sino en el mercado. Sabe que no existen hojas de ruta. Entiende que un mapa con único destino solo conduce al desastre. Sostiene que todos somos, en realidad, cada uno.

Los liberales lo somos sin adjetivos. Más bien podría decirse que son intolerantes los que no aceptan las diferencias de los demás. Ingenuos los que creen que la intervención estatal es la única forma de solucionar los problemas. Pasivos, los que creen que la obligación de actuar es de los demás y no de cada uno. Acomplejados, los intervencionistas que a pesar de la evidencia no aceptan que la libertad siempre conduce al mejor resultado.

Es probable que individuos como los descritos en esas columnas existan; es posible incluso que crean que son “liberales”. Estamos ante una moda, un facilismo de quienes tratando de tener una discusión seria sobre la tolerancia, la libertad o el rol del Estado en la economía, incurren en la descalificación infundada de una posición que no conocen.

Al final del día, es difícil ser liberal, pero se puede aprender.