(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Cynthia A. Sanborn

Esta semana el mundo académico fue sorprendido por la renuncia del reconocido profesor de Harvard Jorge Domínguez, director de la Academia para Estudios Internacionales de esa universidad. Su dimisión se produjo después de que la revista “Chronicle of Higher Education” reveló décadas de acusaciones contra él por acoso sexual de parte de alumnas, colegas y trabajadoras, gracias al movimiento #MeToo (#YoTambién).

La noticia me afectó profundamente, porque yo también fui alumna y asesorada por Domínguez durante mis estudios doctorales. En 1983, él fue suspendido por hacer avances sexuales agresivos contra una joven profesora, Terry Karl. Formé parte del grupo de alumnos que frente a su inaceptable conducta se vio obligado a cortar vínculos con él. Con los años, vimos con indignación cómo la universidad lo siguió promoviendo y sus pares guardaron silencio. El mensaje fue claro: no vale la pena denunciar.

En el Día Internacional de la Mujer, recordemos que uno de los canales más importantes para empoderar a las mujeres es la educación. Lamentablemente, uno de los obstáculos que enfrentamos en el camino es el acoso sexual de parte de personas con influencia sobre nuestras carreras. Se trata de conductas que interfieren con el desempeño académico o profesional de la víctima, o crean un ambiente de trabajo hostil. Pueden ser conductas verbales o físicas, incluyendo comentarios con contenido sexual no deseado, solicitud de favores sexuales o asalto sexual.

Aunque la estadística sobre acoso en universidades es limitada, diversos estudios en EE.UU. y otros países indican la magnitud del problema. En una encuesta de la American Association of Universities en el 2015, aplicada a más de 150.000 estudiantes, el 11,7% reportan experiencias de acoso sexual físico o amenazas de ello, y el 22% de los alumnos de posgrado, identificaron a un profesor como el agresor. Otro estudio, de Chi y Kidder en el 2017, encuentra que la mayoría de denuncias no son por acoso verbal, sino actos de agresión física realizados por acosadores reincidentes.

Por cierto, a los profesores de mayor experiencia la universidad les otorga una necesaria autoridad y autonomía en su trabajo con alumnos y colegas de menor estatus. Las relaciones de mentoría son cruciales para el desarrollo de nuestras publicaciones y habilidades docentes. Pero cuando la relación con un mentor se vuelve abusiva, la carrera de la persona más vulnerable tiende a descarrilarse.

Estas experiencias tienen un impacto significativo sobre la persona afectada, pero también sobre la comunidad científica. La diversidad aumenta la innovación y productividad de un equipo de investigación o docente, por lo que la marginación de un grupo significativo de mujeres nos perjudica a todos.

Por ello, es especialmente desalentador cuando algunas universidades no reaccionan a tiempo. Frente a las denuncias, tiende a prevalecer la lentitud en investigar y la reticencia a sancionar. En algunos casos, el acusado renuncia o se traslada a otra universidad, con lo cual la investigación es cerrada. Obviamente, esto no basta.

En muchos países, incluyendo el Perú, existen leyes contra el acoso y la violencia sexual, pero su implementación es deficiente. ¿Qué más debemos hacer desde las mismas universidades a fin de promover un clima idóneo para nuestras alumnas y profesoras?

Primero, establecer códigos de conducta claras, que definan qué es acoso sexual y por qué es una falta grave. Segundo, hacer campañas de educación en todos los estamentos. Las personas vulnerables necesitan conocer sus derechos y quienes ejercen mayor poder requieren sensibilización. Tercero, crear políticas y procedimientos que den seguridad a las víctimas cuando denuncian, investigar con justicia para todas las partes y aplicar sanciones ejemplares.

No solo debemos remover a los abusadores, sino también las estructuras que permitan el abuso. Para ello tenemos que actuar con transparencia, formar comités de tesis (no solo nombrar asesores “todopoderosos”), y crear defensorías que reciban quejas y consultas.
Siendo las universidades instituciones que generan conocimiento, también necesitamos realizar estudios sobre nuestra comunidad para conocer y a partir de eso mejorar las prácticas. En 1984, Harvard hizo una encuesta entre las mujeres del campus, y el 49% de las profesoras sin estabilidad laboral, el 41% de las estudiantes de posgrado y el 34% de las alumnas de pregrado manifestaron haber sido acosadas. La universidad prometió crear una oficina especial para recibir denuncias, pero esto no ocurrió hasta el 2013.

Finalmente, tenemos que romper el silencio. Apoyar a quienes sufren acoso y no quedarnos callados, aun cuando los actos no nos afecten personalmente.

En el caso de Harvard, el hecho de no actuar con firmeza significó que más mujeres fueran maltratadas. No dejemos que eso ocurra. Como dijo Terry Karl ayer a CNN: “Cada mujer que me ha contactado quiere evitar que otras tengan la misma experiencia. Ayudemos a crear un ambiente en las universidades que nos permita plena igualdad de oportunidades para mujeres y hombres”.