(Cuadro: William Blake).
(Cuadro: William Blake).
Ed Simon

Para mí, pocas imágenes del nacimiento de Cristo transmiten su extraña maravilla luminiscente como “El descenso de la paz”, de William Blake. Pintada a principios del siglo XIX, Blake imaginó que la escena estaba bañada por una luz de otro mundo que mantiene a raya a la oscuridad mientras un ángel da un salto mortal en el cielo. Dentro del pesebre, un infante Cristo flota en el aire con los brazos extendidos sobre una Virgen María exhausta.

La realidad de Blake vibra con una belleza cargada: de niño tuvo visiones de un “árbol lleno de ángeles”, y cuando tenía apenas 4 años vio a Dios metiendo la cabeza por la ventana de la cocina de su familia. Sin embargo, es precisamente esa mezcla de lo sagrado y de lo profano lo que hace que Blake sea un profeta perfectamente sintonizado con el Adviento.

La Navidad, según el villancico, es la “época más maravillosa del año”. Sin duda, es una de las más comerciales, donde es difícil percibir gran parte de la importancia sagrada entre el ‘Black Friday’ y las escaramuzas perennes de la guerra cultural por el significado de la temporada. Cuánto mejor, entonces, ver la fiesta a través de los ojos de Blake, donde “si las puertas de la percepción se limpiaran, todo se parecería al hombre como es, infinito”. Uno no necesita ser un cristiano convencional –y yo no lo soy– para ver el significado de la historia de la Navidad. Porque lo que transmite es una narración de maravilla que se difunde a través de la realidad, donde el nacimiento de un niño es un acto de Dios y un pesebre puede ser el sitio de la nueva génesis del universo.

El poder de la historia de la Natividad reside en su capacidad para transformar nuestra experiencia prosaica. Uno no necesita ser creyente para ver su valor. Lo que parece ser un humilde nacimiento humano es, a la vez, santo y milagroso, con animales tendidos ante el Señor y la estrella de Belén que guía a los Reyes Magos a la cuna de Cristo.

Uno puede experimentar la maravilla al meditar sobre la magnitud del universo, o al contemplar la poesía o el arte de Blake. Lo maravilloso es cuando captamos lo sublime y lo magnífico en lo que encontramos todos los días.

No tenemos que mirar más allá del estado actual del mundo para darnos cuenta de que este requiere un retorno a la maravilla, basada tanto en la empatía como en la celebración de la diferencia. Aquellos que, creyentes o no, comprendemos el profundo significado de la Natividad debemos luchar en nombre de la maravilla y al servicio de una sociedad futura que la coloca en su centro.

Si un “derecho a la maravilla” suena utópico o quijotesco, ese es precisamente el punto. Poner la maravilla en el centro de nuestras vidas personales y políticas es una rebelión contra las restricciones negativas de la vida presente. El asombro es un acto de resistencia y un acto de amor. Necesitamos esto no solo en Navidad, sino en todos los días del año.

–Glosado y editado–
© The New York Times.