A propósito de la próxima visita del grupo de alto nivel de la OEA que analizará la situación en nuestro país, resulta útil preguntarnos cómo es percibido el Perú desde afuera. Entender esta perspectiva nos ayudará a entendernos mejor a nosotros mismos.
Para empezar, el hecho de que el grupo de alto nivel esté compuesto por cinco cancilleres en ejercicio de sus funciones (de ocho miembros) es muestra de que lo que ocurre en nuestro país es relevante para los países miembros de la OEA. Si bien el Perú no es de los países más grandes y con más peso en la región, ni de los más críticos en términos de enfrentar crisis alimentarias o pronunciados declives hacia formas autoritarias de gobierno, precisamente por ser percibido como un país de relativa estabilidad y prosperidad hasta no hace mucho tiempo es que preocupa la posibilidad de un descalabramiento rápido.
La renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski en marzo del 2018, la disolución del Congreso en setiembre del 2019, y la vacancia del presidente Martín Vizcarra, la ola de protestas y la renuncia de Manuel Merino en noviembre del 2020, son antecedentes que no pasan desapercibidos. Tampoco el que el expresidente Alejandro Toledo esté en los Estados Unidos en proceso de extradición, que el expresidente Alan García se haya suicidado en abril del 2019 para evitar ser detenido, que el expresidente Ollanta Humala haya sufrido una prisión preventiva y se encuentre enfrentando juicios, que los expresidentes Kuczynski y Vizcarra se encuentren enfrentando investigaciones con un mandato de comparecencia con restricciones, al igual que la candidata que protagonizó la segunda vuelta de las elecciones del 2011, 2016 y 2021, Keiko Fujimori. Sin olvidar que tanto Humala como Fujimori tuvieron que pasar por prisiones preventivas y arrestos domiciliarios a lo largo de sus procesos. Detrás de todo esto, se percibe que hay logros importantes en la lucha contra la corrupción, pero también excesos judiciales y niveles no deseables de judicialización de la actividad política.
De otro lado, a pesar de todo el exacerbado desorden político, el Perú todavía aparece gozando de una economía estable, aunque en declive. Hace unas semanas, el FMI ha proyectado un crecimiento de 3,5% para el 2022 y del 1,7% para el 2023 en la región, y para nuestro país un crecimiento de 2,7% para este año, por debajo del promedio, pero de 2,6% para el próximo, por encima. Otro indicador clave es el de la inflación, en el que aparecemos mejor ubicados entre las economías con mayor estabilidad monetaria de la región. En el frente político, una mirada regional muestra que los riesgos más serios de retroceso democrático están en la acción de gobernantes que gozan de altos niveles de popularidad, fundamentados en medidas demagógicas y de corto plazo, que aprovechan y manipulan esta para limitar las libertades públicas, coactar el ejercicio de la oposición e interferir en la independencia de otros poderes del Estado, hasta controlar el conjunto de instituciones públicas, como puede verse en grados diferentes tanto en México, con López Obrador, como en El Salvador, con Bukele, o en Nicaragua, con Ortega. Por el contrario, lo que se percibe en el Perú es que el presidente Pedro Castillo es muy débil, con niveles de aprobación a su gestión entre los más bajos de la región, sin mayoría en el Congreso, que enfrenta una denuncia constitucional por parte de la fiscal de la Nación que ha denunciado y está investigando al entorno político y familiar del presidente, enfrentando muchos de sus miembros detenciones preliminares y prisiones preventivas dictadas por jueces. Y que, además, enfrenta pedidos de vacancia por parte de sectores del Congreso apoyados por un sector muy importante de medios de prensa.
Esto no significa, por supuesto, que en nuestro país no haya problemas muy serios y la amenaza de retrocesos significativos. Pero el bloqueo principal pareciera estar en la incapacidad de las élites, tanto en el gobierno como en la oposición, para acordar mínimas formas de convivencia.