A menudo, los habitantes de esta tierra nos hemos preguntado por qué la independencia no trajo la prosperidad que les proporcionó a otras naciones que rompieron con sus metrópolis, como los Estados Unidos o Singapur. ¿Habrá sido pura mala suerte, como el hecho de estar situados geográficamente tan lejos del altar de los negocios, o tendrá que ver con nuestras propias acciones; o, mejor decir, con las de nuestros gobernantes? Conozcamos la historia que sigue y que en estos días está por apagar las velitas de su bicentenario.
Agobiado por las penurias del Tesoro Público que trajo no solo la guerra contra el virrey, sino también la abolición de los impuestos más rendidores y odiados por estos pagos, como el tributo indígena y las alcabalas, nuestro libertador argentino homónimo del santo de la escoba tomó una medida de emergencia, aunque sus resultados difícilmente serían de efecto inmediato, como ciertamente sucedió. La medida fue despachar una misión a Europa a procurar un préstamo que aliviase la miseria fiscal y, de paso, conseguir el reconocimiento internacional de la independencia del Perú.
A finales de 1821 la situación de la hacienda era tan desesperante que hasta el almirante Lord Cochrane perdió su flema inglesa y, para pagar a sus hombres, cometió la ocurrencia de levar anclas con la escuadra, aprovechando que en ella se habían puesto a recaudo los remanentes del Tesoro Público amenazados en esa coyuntura por una contraofensiva realista. El primer ministro de Hacienda, don Hipólito Unanue, declaró en ese momento que las rentas del Estado habían quedado “reducidas a la impotencia de poder cubrir ni aún los gastos ordinarios”. En la víspera de la Nochebuena más incierta en la vida de las gentes de esta tierra, el protector San Martín nombró al colombiano Juan García del Río y al inglés James Paroissien para aquel cometido. También recibieron otro encargo, que solo se conocería tiempo después.
El viaje de García del Río y Paroissien tuvo escalas en Santiago de Chile y Buenos Aires, con la idea de allegar refuerzos militares, pero nada consiguieron. Recalaron luego en Río de Janeiro, donde la élite deshojaba margaritas en torno de la independencia. Finalmente, llegaron a la capital británica en momentos en que George Canning acababa de asumir la cancillería. En el bullente mercado financiero londinense del momento parecía que todo podía conseguirse, incluso préstamos para Estados en proceso de parto y cuyo territorio y forma de gobierno estaban por definirse. El problema era a qué precio. Tras analizar las alternativas, los comisionados pactaron dos préstamos entre 1822 y 1825 por un total de 1′816.000 libras esterlinas, a amortizarse en 30 años, con una tasa del 6% anual, ciertamente alta para la época, pero ajustada a los riesgos de la operación. Pero el prestamista era en realidad un contratista que emitía bonos destinados a su colocación en el mercado. Para conseguir compradores, los bonos llegaron a venderse incluso a menos de un tercio de su valor nominal, alcanzando un valor promedio del 68%. El cálculo hecho por Carlos Palacios Moreyra en su libro “La deuda anglo peruana” concluyó que, descontadas las comisiones del contratista y de los comisionados (por cierto, bastante generosas) y los gastos de la misión, el gobierno llegó a disponer efectivamente de apenas poco más de la mitad del monto comprometido.
Casi dos millones de libras esterlinas era una suma enorme para el Perú de la época, cuyas exportaciones solo llegaban a un millón de libras y la recaudación fiscal ni siquiera a eso. En 1826, los intereses dejaron de pagarse, incurriéndose en la primera moratoria de nuestra historia. El ‘default’ se arreglaría recién en 1849, gracias a las exportaciones de guano, cuyo mercado principal inicial fue precisamente Inglaterra. Durante esos 23 años, el país vivió con la espada de Damocles de una invasión inglesa, puesto que los ingresos de la Casa de Moneda y las aduanas fueron hipotecados en el contrato como garantía de la deuda. En ese lapso crucial para el futuro económico del país no hubo inversionistas que quisiesen arriesgar sus capitales y la minería y otros rubros de la industria se sumergieron en el estancamiento.
El otro encargo de la misión fue la búsqueda de un príncipe europeo dispuesto a sentarse en el trono de una monarquía peruana. Los comisionados sondearon algunas posibilidades, pero los únicos interesados fueron del linaje de los Borbones, que no parecían del agrado del Gobierno Británico, cuyo beneplácito parecía clave. El proyecto monárquico tampoco gozaba de la anuencia de los Estados Unidos, cuya influencia en el continente iba creciendo como la sombra cuando el sol declina. Por lo demás, en el tiempo de vida de la misión el humor político en el país se alejó rápidamente de la monarquía como fórmula de gobierno.
Con la perspectiva del bicentenario podemos decir que el saldo de la misión no fue bueno. Su único resultado fue un préstamo; ciertamente bendito cuando pasó a desembolsarse entre 1823 y 1825, pero tremendamente oneroso para la economía nacional, al punto de poder señalarlo como responsable de buena parte del atraso del cuarto de siglo que siguió a la Independencia.