¿Cómo asegurar una pensión digna para la población que ha llegado al final de su vida laboral? Este parece ser uno de los problemas más serios que enfrentan las sociedades modernas, en las que, si bien hay mayor riqueza que antaño, se han debilitado instituciones solidarias de la sociedad preindustrial, como la familia o la comunidad aldeana. A esto, debemos añadir el cambio demográfico, que hace que la proporción de población jubilada resulte cada vez mayor. En 1972, la población mayor de 65 años en el Perú constituía el 4%, mientras que en el 2017 dicho porcentaje subió al 8,4%. Se vienen presentando, así, los elementos para la tormenta perfecta de las pensiones, con el agravante de que, en los últimos años, la riqueza ha dejado de crecer.
Hasta 1936 no hubo en el Perú un régimen de previsión general. Las pensiones eran un privilegio de los militares y algunos funcionarios públicos, como los jueces. Eventualmente, otras personas destacadas recibían pensiones “de gracia”. A pesar del corto número de beneficiarios, el financista José Manuel Rodríguez calificó hacia 1900 a estas pensiones de “verdadero roedor de la hacienda pública”, puesto que eran de sueldo vigente (“cédula viva”) y, aunque reducidas a la mitad, se heredaban a las viudas y, luego, a las hijas solteras del beneficiario. El resto de la población recibía desde tiempos coloniales únicamente el beneficio de la exención del tributo al llegar a los 50 años, que en el siglo XIX se extendió a los 60. El régimen de la cédula vida fue cerrado en el 2004.
Un siglo atrás, la cantidad de población que dependía de un salario era pequeña en el país, pero desde 1900 esta se venía incrementando como la espuma. El esquema adoptado en 1936 consistió en crear una Caja Nacional del Seguro Social administrada por el Gobierno, que captaría los aportes entregados mensualmente por empresarios y trabajadores del sector privado en un fondo común. Dicha caja financiaba las pensiones de retiro y las prestaciones de salud de los trabajadores, pero medio siglo después estos rubros fueron separados. La Oficina de Normalización Previsional (ONP) se convirtió desde 1992 en la heredera de la antigua caja.
Las pensiones comenzaron a pagarse en la década de 1960, bajo la exigencia de haber cotizado un lapso mínimo de 20 años. La crónica devaluación de la moneda nacional y la mala o nula administración de la caja dieron como resultado pensiones exiguas que desprestigiaron al sistema. Recuerdo el caso de mi padre, que se jubiló en 1986 luego de haber trabajado durante 48 años como funcionario de un banco comercial. Cuando murió, hace seis años, cobraba una pensión de S/650. Naturalmente, no vivía de eso, sino de la ayuda de sus hijos.
Los hijos y las propiedades que durante la vida laboral pudieron adquirir han sido las fuentes principales de sustento de las personas mayores. Sin embargo, no todos pudieron hacerse de propiedades que les rindiesen una renta o tuvieron hijos que estuviesen en condiciones de ayudarlos. El fracaso del sistema estatal y el clima de ideas liberales que caracterizaron al Perú de los 90 impulsaron la adopción del sistema privado de las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), que había sido aplicado en Chile desde la década anterior. La característica principal del nuevo sistema era la individualización del fondo de jubilación de cada trabajador, que así podía, mes a mes, vigilar su evolución. Sin embargo, las comisiones que cobraban las AFP eran altas y los trabajadores con sueldos muy bajos no alcanzaban una pensión digna. A ello, debemos sumar el problema de la informalidad. Los microempresarios, trabajadores independientes o dependientes sin un vínculo de trabajo formal, que representan a la mayor parte de la población, no están comprendidos en el esquema de la ONP ni en el de las AFP, por lo que no cuentan con una pensión para el retiro.
Las comisiones de las AFP han bajado un tanto, pero el tema de las pensiones ha vuelto al debate. En el Congreso se plantea montar un sistema que combine el esquema antiguo de un fondo común, aunque administrado por entes privados, y uno individual, como el de las AFP. La pensión resultaría de la suma de un monto igual para todos y de otro individual, dependiente de lo acumulado en el fondo propio. El juego de la política irá decidiendo en qué proporciones se combinan ambos fondos, según se quiera reforzar la esfera común o la individual.
Otra alternativa, promovida desde ámbitos como las AFP, consiste en crear un complemento estatal a la pensión o fondo que ellas entregan al final de la vida laboral, financiado con algún impuesto ya existente o por crearse. Así, quienes no alcancen un nivel mínimo de pensión o de fondo recibirían dicho subsidio. ¿Cuál podría ser dicho impuesto? La respuesta es como ponerle el cascabel al gato.
Sería saludable que en esta campaña electoral los candidatos se pronuncien sobre el dilema de las pensiones, que será decisivo para la vida de muchos peruanos en las décadas futuras.