"En estos tiempos de incertidumbre, ciberespacio y caudillismo político y social hemos perdido la capacidad de leer los territorios grises, de entender los eventos ambiguos". (Ilustración: Rolando Pinillos)
"En estos tiempos de incertidumbre, ciberespacio y caudillismo político y social hemos perdido la capacidad de leer los territorios grises, de entender los eventos ambiguos". (Ilustración: Rolando Pinillos)
Alexander Huerta-Mercado

En mi memoria escolar, hasta el contexto ecológico me parece diferente. En los 70, los días eran más fríos por las mañanas y estaban siempre cubiertos por niebla espesa. Las aceras y los patios del colegio solían amanecer mojados, se formaba una escarcha de gotas de agua en los cabellos y un vapor que salía de la boca cuando llegábamos temprano.

Como todo era cemento, el ambiente empataba con el cielo y con el uniforme gris que usábamos. Es como si esos recuerdos fueran en blanco y negro. En ese ambiente estudiábamos con la reforma educativa que el gobierno revolucionario de las Fuerzas Armadas había impuesto. En mis recuerdos están los libros de lectura donde los ejemplos buscaban vincular a los niños del campo y la ciudad, la arenga a la figura central del campesino, los cuadernos con imágenes alusivas a la recuperación del petróleo para el Perú y, muy particularmente, el gesto adusto y serio de Túpac Amaru II que nos miraba desde cada periódico mural, recordándonos su sacrificio, con su famoso sombrero, chaqueta oscura y camisa blanca. A mis profesores, los recuerdo siempre intentando adaptarse: los libros no llegaban a tiempo y tenían que ir aprendiendo, de las cartillas, en el camino. Vale precisar que, a los profesores, siempre se les ha cargado la responsabilidad de cambiar de programa, adaptarse a nuevas políticas y someterse a nuevas perspectivas generándoles una presión imposible de ignorar en contextos de pocos incentivos económicos, confrontaciones laborales y políticas, y hasta presiones de los padres de familia. Al final, creo que la reforma educativa nunca se dio o nunca llegó realmente a plasmarse. Pero, a pesar de todo, dejó en mí algunas cosas positivas de lo que quiso hacerse. El resto de la primaria consistió en desarticular la reforma educativa y, para cuando llegamos a la secundaria, esta ya era solo un recuerdo (incluso el velascato pasó a enseñarse desde una perspectiva crítica).

Cuando nos tocó llevar el tema de la “educación sexual” en secundaria, recuerdo a nuestros profesores enseñándonos –con mucho esfuerzo– la anatomía de los órganos reproductivos y algunas tímidas charlas donde nos separaban a hombres y mujeres. Paralelo a esto, en los camerinos, en el baño de hombres y en el recreo, lejos de la vigilancia de autoridades y profesores, el lenguaje de los varones se articulaba más en torno a la demostración de la virilidad, las experiencias o la broma. Es decir, lo que el colegio no enseñaba o no canalizaba, lo difundía nuestro entorno. Por otro lado, mientras en las aulas se nos enseñaba sobre el respeto que debíamos guardarnos entre alumnos, la balanza de poder seguía inclinada hacia los hombres, y claro, había una perspectiva religiosa que lo atravesaba todo. Lo recuerdo nítidamente. A las chicas se les exigía llevar la falda con basta debajo de la rodilla, dándoles mucha menos libertad para jugar en los recreos (todavía veo en las fotos escolares la incomodidad de algunas al sentarse para posar).

Por eso, me parece poderoso el argumento de incluir la perspectiva de género en la educación. Nuestra sociedad necesita hacer un esfuerzo para que entendamos que todos somos iguales ante la ley. También tenemos que hacer un esfuerzo para entender que no debemos complicar más nuestra ya de por sí complicada sociedad que parece no haber sido independizada de un país colonizado por un orden monárquico y una iglesia inquisitorial con un proyecto de dominación total hace alrededor de 500 años.

Sin embargo, hay un segundo aspecto que me parece más importante. La perspectiva de género nos invita a pensar, a ponernos en el punto de vista de la persona, a valorar las emociones y la subjetividad, y a no dar las cosas por hechas al momento de, por ejemplo, pretender validar estructuras patriarcales solo porque “así son”. Creo que esta perspectiva sería un aporte para otros aspectos que nos hicieron y que nos siguen haciendo falta hoy que vivimos –sin darnos cuenta– una revolución tecnológica que ha cambiado para siempre la cultura. Siento que no basta con adaptar las formas de educación a ella, instalando plataformas de contactos entre alumnos y profesores o herramientas de evaluación virtual, ni con crear sistemas de búsqueda de información que están desplazando injustamente a los libros. Necesitamos confrontar el peligro de las formas de pensar que incentivan las nuevas tecnologías. Estas maneras de percibir el mundo articuladas gracias a la tecnología, las vemos hoy en el ciberespacio en, por ejemplo, los linchamientos mediáticos, la división de opiniones entre bien y mal –sin considerar sentimientos o circunstancias particulares–, en la no separación entre la escena política y la humana, en el miedo a exhibir una opinión propia por temor a perder el afecto del grupo que se alza como mayoritario en la web, en la agresividad y en el amparo irresponsable del anonimato. Creo que los escolares deben, desde muy temprano, aprender lo que el profesor y filósofo Federico Camino sugirió de no convertirnos en eco y aprender a pensar por nosotros mismos de forma disciplinada, evitando así la tan popular flojera mental.

Pero creo que ya no es solo un asunto de educación escolar sino de nosotros mismos, porque en estos tiempos de incertidumbre, ciberespacio y caudillismo político y social hemos perdido la capacidad de leer los territorios grises, de entender los eventos ambiguos, de ponernos en situaciones donde las soluciones no son fáciles. Todo esto nos aleja un tanto de nuestra propia humanidad y nos hemos unido a las lapidaciones colectivas con mucha facilidad porque ahora, gracias al anonimato del Internet, es mucho más fácil tirar la primera piedra.