(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Diego Macera

Todo empresario quisiera poder comportarse arbitrariamente y salirse con la suya. Subir sus precios sin necesariamente mejorar su calidad, vender más y engrosar sus utilidades. Pero no es tan fácil. El sistema de competencia, de mercado, normalmente lo impide. Si la bodega de la esquina triplica inexplicablemente el precio del azúcar y la leche, pues iré a la bodega de la otra esquina. En las ocasiones excepcionales en las que no puede haber competencia, o esta es limitada, o sería muy ineficiente (piense, por ejemplo, en una empresa que quiera competir con en Lima), el Estado regula el mercado para –entre otras cosas– prevenir arbitrariedades. Así, cuando el libre mercado por sí solo no puede impedir comportamientos abusivos, es lógico que existan reglas mínimas de conducta. 

Si no confiamos en que la clase empresarial se regule sola en ausencia de incentivos para hacerlo, ¿deberíamos hacerlo con la clase política? Después de todo, los políticos –como los empresarios, los trabajadores, los profesores y cualquier persona– responden a reglas e incentivos. No hay motivo de fondo para presumir abnegación, buena voluntad y desinterés de parte de un congresista o de un ministro, pero no del gerente de un banco. Hablando cínicamente, las reglas de juego –el que sea– deben asumir que las personas acumularán poder o riqueza hasta donde el sistema lo permita. 

La reflexión viene a cuento a raíz de los recientes problemas ocasionados por los espacios discrecionales de los que disponen los políticos. El primero fue la libre interpretación que permite la Constitución respecto a lo que significa “incapacidad moral permanente” como justificación para la vacancia presidencial. Definir, exactamente, qué cosa es “incapacidad moral” y cómo así esta se convierte en “permanente”, además, es un proceso que no tomaría mucho más de una semana según el reglamento. Menos de lo que toma admitir a trámite una denuncia. ¿A qué certezas se puede llegar en ese espacio de tiempo? 

Algunos argumentarán que esto es un proceso de “control político” del Congreso, y que, por tanto, debe ser absolutamente libre y llevado a cabo con celeridad. Sin embargo, mirado de cerca, sin romanticismos, y en vista de los resultados de la votación de finales de diciembre, “control político” parece no significar otra cosa que una carta blanca para elegir con absoluta discreción la opción que resulta políticamente conveniente en un determinado momento. Argüir que se está votando como “representación popular” o como “la voz del pueblo” es, por decir lo menos, forzado. 

La segunda instancia en que las reglas políticas permiten demasiada arbitrariedad es la figura del indulto presidencial –humanitario o no–. Aun si el indulto del ex presidente Fujimori no hubiese sido negociado a cambio de la abstención en el voto de vacancia de una parte de la bancada de Fuerza Popular, la suspicacia y el daño que esta genera son demasiado grandes y nacen –exclusivamente– de la discreción casi total de la que goza el presidente para otorgar tamaño beneficio. Es muy poco razonable darles poder discrecional a los políticos y esperar que no lo usen políticamente. Y pensar en el sistema democrático de elecciones regulares como un contrapeso o un límite a las arbitrariedades políticas legales tampoco ha resultado realista. 

Ciertamente, no queremos un sistema político atado de manos, con nula discreción, incapaz de responder a cambios en la coyuntura porque toda acción está predeterminada por reglas inamovibles. En ese caso, una computadora o algoritmo podría hacer mejor el trabajo. Pero tampoco queremos un sistema político que se sirva a sí mismo abusando de su poder discrecional. Reducir estos espacios para la arbitrariedad es urgente si queremos un sistema funcional, predecible y que responda a los intereses de los ciudadanos, no de los políticos. ¿O es que de verdad alguien cree que el mercado no se puede regular a sí mismo, pero los políticos sí?