“Están prohibidos los coronavirus, el insomnio, los malestares estomacales, el fenómeno de El Niño y los sismos después de la medianoche”.
Así de absurda es la propuesta de reforma constitucional que acaban de firmar el presidente Pedro Castillo y el primer ministro Aníbal Torres para declarar interdictos los monopolios y los oligopolios.
Un monopolio no es una conducta que pueda cometerse o evitarse; es una situación natural (aunque excepcional) que puede producirse en un mercado. Se trata del resultado de las decisiones agregadas de cientos, miles o millones de consumidores en reacción a los estímulos de los proveedores.
Cuando alguien abre un negocio, lo hace con la expectativa de lograr las preferencias de los consumidores. Ese empresario buscará mejorar sus productos, poner precios atractivos, ofrecer variedad y atender con cortesía a sus clientes. Pero son finalmente estos los que tienen la última palabra, los que decidirán si premian a ese empresario con su elección o a otro mejor. Los consumidores tomamos esas decisiones a diario. Cuando escogemos si compramos abarrotes en la bodega o en el supermercado, cuando decidimos en qué lugar conseguimos nuestra ropa, qué menú almorzamos, en qué farmacia adquirimos nuestros medicamentos, en qué banco colocamos nuestros ahorros y, por supuesto, si leemos este periódico u otro. Y si algún negocio llega a convertirse en monopolio, es porque los consumidores lo hemos decidido; porque, con sus atributos y desventajas, nos pareció el mejor de todos. Nadie decide “ser un monopolio”, pero puede llegar a convertirse en uno, más por voluntad ajena que propia.
Felizmente, los monopolios no son permanentes, ni duran inevitablemente cinco años. Si el monopolista no mejora su oferta o sube demasiado sus precios, puede aparecer un nuevo competidor a desplazarlo. Nuevamente, el desenlace lo decidimos los consumidores. El problema no es el monopolio ‘per se’, sino lo que hace con ese poder de mercado. Por eso, la Constitución actual y la ley ya sancionan el abuso de una posición dominante; es decir, las acciones ilegales que hacen los monopolistas para conservar su poder o expandirlo a otro mercado, como celebrar contratos de exclusividad, discriminar entre clientes o hacer ventas atadas de sus servicios. También por ley se restringe la acumulación de poder a través de concentraciones (por ejemplo, cuando una empresa compra a su competencia), sometiéndolas a un análisis y autorización previos por parte del Indecopi.
Al vetar artificialmente los monopolios, sin embargo, nuestro presidente quiere arrebatarnos ese poder de decisión a los consumidores y quedárselo él. No se entiende bien el cómo. ¿Se fijará un número máximo de ventas al centro comercial? ¿Se multará al consumidor que sigue yendo a la misma ferretería? ¿Se quemarán los libros que una editorial imprimió “de más”?
No tiene sentido prohibir un monopolio como no tiene utilidad proscribir por decreto los fenómenos de la naturaleza. Es increíble que dos personas que han ejercido durante tantos años la docencia como Pedro Castillo y Aníbal Torres no lo entiendan, y quieran hacernos involucionar 35 años, hasta la época del primer gobierno de Alan García.
Probablemente, la verdadera motivación se halle en la última oración de la propuesta del Gobierno: “Se prohíbe la propiedad cruzada de los medios de comunicación social”. Una norma con nombre propio, que empieza con ‘El’ y termina en ‘Comercio’, el más mentado por el ministro Torres, que bien podría criticar a un medio como cualquier otro consumidor, pero elige usar y abusar de su poder.
Puestos a reemplazar la voluntad de los ciudadanos, quizá prohibir los gobernantes autoritarios y admiradores de dictadores sea una mejor idea.