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Daniela Meneses

El resultado del referéndum del domingo, una victoria aplastante para el SíSíSíNo, ha sido visto por algunos analistas, con razón, como una muestra clara del rechazo de los peruanos a la corrupción. Un rechazo que ya había sido reflejado en anteriores cifras (en el Latinobarómetro 2018, por ejemplo, la corrupción fue considerada el segundo problema más importante en el país) y en actitudes recientes (más allá de si nos parece correcto, sorprende por ejemplo que un sector de la población trate a determinados jueces y fiscales como celebridades).

El fin de semana elegimos también a quince gobernadores regionales. El sábado, este Diario alertaba que, de los 30 candidatos, cinco habían sido sentenciados antes o durante la campaña, tres eran o habían sido investigados por el Ministerio Público y uno tenía graves denuncias. Hablamos de delitos como colusión agravada, irregularidades en la adquisición de materiales, lavado de activos e incluso violencia familiar. Aunque quizás el caso que más ha hecho noticia es el de Elmer Cáceres, quien, pese a sus denuncias –en plural– por violación sexual, fue elegido gobernador de Arequipa.

¿Cómo conciliar estas dos ideas? La de ciudadanos que fueron a las urnas y le dijeron no a la corrupción, pero, a pesar de eso, eligieron candidatos con dudoso pasado.

Algunos podrían decir que el tipo de crimen juega un papel en las decisiones electorales. Porque, ¿qué puede tener que ver que alguien haya cometido o sea investigado por violencia familiar con su capacidad de dirigir una región? El problema con este argumento, sin embargo, es que deja de lado que la sospecha de un delito, cualquiera que haya sido, en realidad sí manda información a los electores sobre la posible actitud de una persona hacia las normas. Eso, y que, como vimos en la citada lista, también existen casos en los que hablamos de delitos que sí tienen una relación más clara con la función pública.

Una de las explicaciones que a veces se escucha sobre el voto por criminales (sean sentenciados o con sospecha seria) es que no a todos los electores les ha llegado la información necesaria. Un estudio realizado en Brasil a inicios de siglo, por ejemplo, comparó el voto municipal en localidades que tenían similares niveles de corrupción. Lo que las diferenciaba es que, para el día de la elección, en algunas de ellas se había hecho público el resultado de una auditoría, en otras no. Resultó que los alcaldes de las localidades que disponían de esa información tuvieron menos probabilidad de ser reelegidos.

Aunque la anterior argumentación es auspiciosa en la medida en que la solución parece bastante directa (dar más y mejor información a los ciudadanos) y resuelve la paradoja, lamentablemente no sirve para explicar todos los casos. No explica, por ejemplo, que el 41% de electores limeños haya dicho en el 2014 que estaba dispuesto a votar por alguien que robe pero haga obra. Ni explica tampoco lo que encontró Milan Vaishnav, del Carnegie Endowment for International Peace, al estudiar la relación entre criminalidad y política electoral en la democracia más grande del mundo, India. Allí los candidatos no solo son elegidos a pesar de ser criminales, sino que muchos lo son precisamente por serlo. “En lugares donde el imperio de la ley es débil y las divisiones sociales son abundantes, los políticos pueden usar la criminalidad para dar una señal de su habilidad para hacer lo que sea necesario para proteger los intereses de la comunidad –desde dar justicia y garantizar la seguridad hasta ser una red de seguridad–”. De hecho, estudiando las elecciones generales del 2004, 2009 y 2014, Vaishnav encontró que un candidato con un caso criminal tenía tres veces más chance de ganar que un candidato sin este. No es demasiado difícil pensar en ejemplos locales donde esta hipótesis se podría buscar probar.

Estamos, en fin, ante una paradoja. Más allá de los reparos morales y la crítica a la corrupción en abstracto, seguimos votando por candidatos cuestionables. La pregunta es, ¿por qué? ¿Es realmente por falta de información? ¿Lo es porque igual creemos que el candidato criminal puede ser el menos malo, porque roba pero hace obra? ¿O, más allá de nuestros valores en abstracto, a veces creemos que, en casos particulares, tener un candidato criminal puede traernos un beneficio adicional? ¿O se trata de una mezcla de todo lo anterior? El trabajo de Vaishnav da luces sobre cómo la solución al problema de fondo requiere, primero, responder estas preguntas.