Cuando fui ministro del Interior me tocó participar en varios gabinetes binacionales, uno de ellos en Macas (Ecuador), en el que, por el lado de los anfitriones, encabezaba el entonces presidente Rafael Correa. Me impresionó muchísimo el pésimo trato que tenía Correa con sus ministros. Enfrente de los peruanos, increpó de mala manera a varios de ellos, actuando casi como capataz de hacienda. Hay que decir que Lenin Moreno, a quien conocí en el siguiente gabinete binacional, fue exactamente lo opuesto: respetuoso y educado.
Recuerdo que a la salida de la reunión comentábamos que si PPK nos hacía un reclamo en ese tono, así sea en privado, le presentábamos la renuncia de inmediato. Nada de eso ocurrió y siempre tuvo con nosotros un trato impecable.
Creo que en los primeros cinco meses de gobierno de Pedro Castillo el cargo de ministro ha perdido mucho de su dignidad. De hecho, ya la venía perdiendo desde hace algunos años, pero el fenómeno se ha acentuado en este gobierno; y no por maltratos a lo Correa, que no parecen ser un rasgo de la personalidad de Castillo.
El cargo de ministro es sumamente exigente, pero, a la vez, es un privilegio tratar de hacer algo bueno por tu país. Por ello, ni el presidente ni los ministros deben actuar de un modo que degrade la dignidad de la función.
Con ello en mente, el primer deber del presidente tiene que ser el de garantizar que está nombrando gente idónea y honesta. Y en esto las cosas empezaron mal desde el inicio, cuando Pedro Castillo aceptó que Vladimir Cerrón le imponga una terna del partido para que escoja a un primer ministro. Guido Bellido y sus dos inolvidables meses en el cargo fueron el resultado.
En mi opinión, el (o la) jefe del Gabinete tiene que aceptar y permanecer en el cargo, solo si tiene la certeza de que el presidente realmente desea que esté en esa posición.
Ello se reconoce de múltiples maneras; para empezar, en el nombramiento. La Constitución establece que los ministros se nombran a propuesta de quien asume el premierato. Sabemos que tiene que haber niveles de flexibilidad mutua, pero, a la vez, es esencial que esa dinámica se produzca. Mirtha Vázquez aceptó el cargo pocas horas antes de jurar con un Gabinete ya armado.
Quien acepta un cargo tan importante con esa limitación de partida, termina presionando por decisiones al presidente por Twitter. Y eso puede gustarle a la legión de críticos de Castillo (entre los que me incluyo), pero tampoco es correcto.
Y ahora, totalmente desairada por el presidente en múltiples oportunidades (la lista de visitas al pasaje Sarratea, la más chocante), se hace la que no sabe lo que viene, pese a que el presidente la excluye de todas sus reuniones importantes.
Por ejemplo, su reunión con los exministros de Economía hipercríticos de la política económica del Gobierno (bofetada también a Pedro Francke). Ella no estuvo tampoco en la cita con los empresarios mineros, excluida comprensiblemente por ser persona non grata para los visitantes. Y tampoco la invitó a la que tuvo con los periodistas.
En general, la pérdida de dignidad en el cargo de ministro empieza por las condiciones en que se entra. Por ejemplo, ministros que aceptan que les impongan viceministros o altos funcionarios en su sector. No se trata de obligar al presidente a hacer algo que no quiere, sino de hacerle saber que esa imposición les haría imposible aceptar el cargo, algo que han hecho tantísimas personas en circunstancias similares.
También hay que saber irse. No imagino a ninguno de los tres ministros de Economía con los que me tocó compartir Gabinete aceptando como natural que el presidente hiciese una reunión pública con sus críticos más acervos. A una falta de respeto de esa naturaleza corresponden las gracias por la oportunidad, una discreta partida y que cada quien especule lo que quiera.
Más aún si a dicha reunión se sumaba que Castillo recibió en Lima al secretario de Hacienda de México y otros altos funcionarios de ese país para que lo asesoren en las políticas con las que se debe gobernar el Perú. Una falta de respeto así habría ocasionado renuncias en cualquier Gabinete que se respete.
No se trata siempre de renunciar irrevocablemente, pero sí en privado y no por Twitter, hacerle saber al presidente sobre la decisión de hacerlo en determinados supuestos. Por ejemplo, si no saca a un ministro hipercuestionado o mantiene por demasiados días a su secretario general luego de que le encuentran US$20 mil en Palacio de Gobierno.
También hay que saber hacerla irrevocable. De nuevo, no necesariamente pública, pero creo que la renuncia irrevocable, incluso cuando nadie la pide, debe ser entregada cuando el ministro o la ministra evalúa que, por problemas en el Gobierno o externos a este, su capacidad de aportar en el sector queda muy mellada.
Siempre me pareció frívolo aferrarse a un cargo por los oropeles y privilegios que lo rodean. Nadie es indispensable. Esa excusa cuéntensela a otro.