La esperanza que supuso para una importante porción de la opinión pública la llegada de la señora Mirtha Vásquez a la Presidencia del Consejo de Ministros sufrió ayer un duro revés. Ella, como se sabe, sucedió en el cargo a Guido Bellido, probablemente el más penoso de los primeros ministros que hemos tenido en nuestra larga vida republicana. Y por esa razón, su llegada al Gabinete fue saludada hasta por sectores que discrepaban de sus convicciones ideológicas. La discreción en su forma de comunicarse con la ciudadanía y la impresión de que no haría de la vista gorda frente a los problemas de índole ética que, desde el 28 de julio, se habían hecho moneda corriente en los nombramientos en la estructura del Estado que corrían por cuenta del Ejecutivo fueron seguramente el principal alimento de ese optimismo.
Aunque tardíos, son de hecho atribuibles a su influencia, los licenciamientos de los ahora exministros del Interior y Defensa, Luis Barranzuela y Walter Ayala, respectivamente, así como el del ex secretario general de la presidencia, Bruno Pacheco: todos ellos personajes cuestionados por episodios que enturbiaban la imagen del Gobierno.
A raíz de esos antecedentes, existía pues una gran expectativa acerca de la posición que ella iba a adoptar frente al escandaloso destape que un reportaje de “Cuarto poder” nos trajo el fin de semana pasado. Esto es, la revelación de que, a pesar de las advertencias que la contraloría le hizo meses atrás al respecto, el presidente Pedro Castillo continuó sosteniendo reuniones en la casa de Breña, que había usado como despacho alternativo durante los primeros días de su mandato. Hablamos de reuniones que, según expertos consultados por este Diario, violan las normas que rigen la gestión de intereses en la función pública y que en las últimas semanas han contado entre sus protagonistas a los representantes de empresas que integran consorcios que han ganado recientemente una licitación millonaria con el Estado o cuyos ejecutivos tienen abiertas investigaciones por presunto lavado de activos.
Como se recuerda, tres días atrás el presidente Castillo dirigió un mensaje a la nación en el que no aclaró cosa alguna sobre el particular. Se limitó a decir, más bien, que tales citas habían sido de naturaleza personal, demandando del país un acto de fe y rehuyendo la transparencia exigible a la posición que ocupa. Confundida con el resto del Gabinete, la señora Vásquez aplaudió las elusivas palabras del mandatario, lo que dio los primeros indicios de lo que ayer, en su presentación ante la prensa, ella se encargaría de confirmar. A saber, que estaba dispuesta a suscribir a ojos cerrados los deleznables alegatos del presidente.
En su afán de contagiar a la ciudadanía de su aparente convicción sobre la santidad de esas citas, invocó las declaraciones del coordinador de las fiscalías anticorrupción, Omar Tello (quien, a propósito de ellas, ha sostenido pasmosamente que “no se ha establecido indicios de algún tipo de delito”), pero al mismo tiempo anunció que el inmueble de Breña que tantos dolores de cabeza le ha traído al Gobierno no será usado más como lugar de reuniones “para evitar cualquier tipo de especulación”: un implícito reconocimiento de lo indebido del proceder presidencial, además de que nada nos garantiza a los ciudadanos que cónclaves parecidos no se seguirán celebrando en otros lugares de la ciudad.
En buena cuenta, la jefa del Gabinete ensayó o simuló una conveniente ceguera frente a las clamorosas sugerencias de que en los encuentros a los que el mandatario acudió a hurtadillas se abordaron materias que requerían permanecer tan ocultas como su concurrencia. Lo cierto es que la circunstancia de que él corriese el riesgo de hacer aquello que la contraloría le había aclarado que estaba vedado trae por tierra cualquier pretensión de inocencia en su actuación. Pero la señora Vásquez ha elegido cargar sobre sus hombros la dosis de responsabilidad que le toca en todo este desaguisado al llevarle el amén a las febles coartadas del jefe del Estado. Es una lástima, a decir verdad, que su credibilidad acabe irremediablemente devaluada en medio de un episodio tan sombrío.