Salvo en contadas ocasiones, el presidente Pedro Castillo no se ha mostrado hasta ahora como un jefe de Estado locuaz. En el mes y días que lleva en el cargo, más han sido las arengas políticas que ha pronunciado desde algún estrado improvisado –y sin otro fin que el de presentar a su gobierno como víctima de alguna imprecisa trama conspirativa– que las comunicaciones oficiales que ha dirigido a la ciudadanía sobre asuntos de gran importancia para la marcha del país. Cuando la materia que, de acuerdo con las expectativas generales, le tocaría abordar es espinosa o requiere definiciones terminantes, el mandatario guarda un inquietante silencio o solo emite mensajes ambiguos. Y luego parece dejar que la dinámica de los acontecimientos o algún temerario vocero se haga cargo de definir la suerte de lo que sea que necesite ser resuelto en las instancias más altas del poder.
El caso de la salida del exsedicioso Héctor Béjar de la cancillería es el mejor ejemplo de ello. Como se recuerda, a las objeciones que rodearon su designación como responsable de la cartera de Relaciones Exteriores por ser un individuo que en el pasado se había alzado en armas contra un gobierno democráticamente constituido, se sumaron sus afirmaciones sobre una supuesta responsabilidad de la Marina en el inicio del fenómeno del terrorismo en nuestro territorio, y ante el clamor generalizado que tan ofensiva distorsión de la historia levantó, no le quedó al Gobierno más remedio que apartarlo del Gabinete... Pero todo ello ocurrió sin que el presidente dijera palabra.
¿No era ese, acaso, un acontecimiento lo suficientemente grave para la salud de nuestra democracia como para merecer una toma de posición de parte de quien sostiene –o debería sostener– las riendas del Ejecutivo? Pues, a juzgar por la conducta que observó al respecto el actual jefe del Estado, no.
Lo más preocupante, en realidad, es que daría la impresión de que esa vocación por sustraerle el cuerpo a las definiciones que le corresponden se está convirtiendo para el presidente en una costumbre, pues algo similar es lo que está sucediendo ahora con respecto a dos asuntos medulares: la remoción del ministro de Trabajo, Iber Maraví, y la confirmación de la permanencia de Julio Velarde como presidente del directorio del BCR.
Por sus vínculos con los organismos de fachada de Sendero Luminoso y su presunta participación en actos terroristas, la presencia de Maraví en el equipo ministerial se ha vuelto insostenible, pero durante los últimos tres días las marchas y contramarchas oficiales sobre su eventual salida se han convertido en un problema en sí mismo. Ante el silencio del inquilino de Palacio –que prefiere retar a sus críticos a debates en los que ciertos detalles de la indumentaria parecen ser lo más relevante de la discusión–, otros actores han tratado de capitalizar el vacío político en su favor y solo han creado más desazón.
Y en lo que atañe a Velarde, el ministro de Economía, Pedro Francke, se ha cansado de asegurarles a los agentes económicos y a la población en general que su permanencia al frente del directorio del instituto emisor es un hecho, pero los gestos equívocos y el mutismo que el mandatario mantiene al respecto (incluso ahora que los plazos para operar los cambios en esa entidad ya se vencieron) hacen dudar de que eso finalmente llegue a materializarse. Y el precio del dólar es la mejor prueba de ello.
Todo parece indicar, por último, que acerca de la denuncia de la congresista Patricia Chirinos sobre el maltrato machista del que habría sido objeto de parte del hoy presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido, el jefe del Estado mantendrá también los labios apretados, permitiendo que la zozobra política motivada por el episodio se expanda.
Así, a pesar de que un conocido dicho afirma que los hombres somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras, el profesor Castillo parece empeñado en demostrar que, en su caso, la fórmula es distinta.