El nombramiento y caída del Gabinete Valer posiblemente será recordado como el punto de inflexión en la presidencia de Pedro Castillo. Fue entonces cuando el mandatario terminó de confirmar –para quienes aún necesitaban confirmación– que se trata de una persona profundamente inadecuada para ejercer el mayor cargo de la República, y que lo responsable sería que se aparte voluntariamente de la presidencia causando el mínimo daño institucional.
Y si bien este podría ser el momento terminal de la gestión (el debate empieza a girar más alrededor de cómo saldrá Castillo de la presidencia y menos alrededor de si debería salir o no), la verdad es que los indicios de incompetencia y falta de transparencia estuvieron ahí desde incluso antes de la toma de mando en julio pasado. Pero algunos, convenientemente, prefirieron pasarlos por alto.
La principal llamada de atención debe ser para aquellos sectores de la izquierda supuestamente progresista, esa abanderada de los derechos de las mujeres, de las minorías y protectora del medio ambiente, y que fue aliada del Gobierno hasta la semana pasada. En una mancha difícil de borrar, esta “izquierda moderna” se sumó, desde el inicio y sin mayores reparos, a un programa conservador e incoherente, liderado por Guido Bellido, un personaje misógino y sin cualidades por resaltar.
Con su participación a través de ministros como Pedro Francke en Economía, Roberto Sánchez en Comercio Exterior y Turismo, y Anahí Durand en Mujer y Poblaciones Vulnerables, Nuevo Perú y otros movimientos de izquierda adoptaron como propio y sin chistar un Gabinete que compartieron con personas vinculadas a organizaciones terroristas, a mafias del transporte, a intereses oscuros en educación, a opositores de la erradicación de cultivos de coca, entre otros. No solo eso, sino que lo legitimaron ante quienes veían en ellos una garantía de manejo responsable y centrista.
La segunda etapa del gobierno de Castillo, con Mirtha Vásquez al frente de la Presidencia del Consejo de Ministros, tan solo consolidó la alianza. Verónika Mendoza y sus correligionarios, que sin duda antes se sentían más cercanos a la centroizquierda chilena o española que a Perú Libre, aceptaron una agenda patentemente contraria a sus valores a cambio de conservar posiciones de poder. Mientras mantuviesen ministerios, direcciones generales y otros espacios de influencia, valía pasar por agua tibia lo que ayer el ex secretario general del Despacho Presidencial Carlos Jaico denunció en este Diario como espacios donde pueden llegar “la corrupción, el tráfico de influencias y la usurpación de funciones”.
Aunque ahora, con el desaguisado de Héctor Valer, quieran trazar un parteaguas claro, lo cierto es que no hay mucho de novedoso en lo que ha sucedido en los últimos días. El presidente repartió fajines entre personas con antecedentes de violencia contra mujeres, ultraconservadores, inexperimentados y otros de igual calaña que bien podrían haber participado también en el Gabinete Bellido, aquel al que sí se unieron con entusiasmo.
Hay, por supuesto, otros aliados que mantuvieron complicidad con el Gobierno hasta hace demasiado poco. Una parte de la prensa y líderes de opinión, también, callaron grotescos indicios de corrupción y malas prácticas por no antagonizar con el poder de turno. Además, la propia oposición política –con las torpes declaraciones de Keiko Fujimori o Rafael López Aliaga, por ejemplo– ha fortalecido por meses la posición de victimización del mandatario y, con ello, dificultado que la actual crisis política se canalice correctamente.
Si el presidente Castillo ha confirmado algo nuevo en los últimos días, esto solo podría ser que no tiene capacidad o voluntad alguna para cambiar o para aprender de sus errores. Estos no han sido, pues, asuntos recientes; han sido sistemáticos, repetitivos y hasta previsibles. Y una supuesta “izquierda moderna” que se demora seis meses en notarlos trae a la memoria más bien a esa vieja izquierda para la que, salvo el poder, todo es ilusión.