Desde su concepción, el proyecto del gasoducto sur peruano (GSP) ha enfrentado varios problemas, cuya magnitud se ha ido incrementando conforme se han ido descubriendo nuevos hechos.
Resumiendo los más graves: no hay suficiente demanda de consumo de gas que justifique los US$7.328 millones de inversión; se decidió subir la tarifa eléctrica que pagan todos los peruanos para subsidiar el proyecto; se otorgó la buena pro al consorcio que presentaba la oferta menos atractiva, luego de descalificar al otro postor por una formalidad; el presidente del comité que dirigió el concurso había sido asesor de una de las empresas del consorcio ganador; el principal socio del consorcio (Odebrecht) y sus más altos ejecutivos enfrentan procesos penales en Brasil por actos de corrupción (Caso Lava Jato), incluyendo a su ya sentenciado ex CEO Marcelo Odebrecht y a su máximo representante en el Perú, Jorge Barata. Ambos, además, se han acogido a la delación premiada ante la justicia brasileña; una suerte de confesión sincera que podría revelar más actos de corrupción en América Latina.
Precisamente, por los problemas judiciales que enfrenta la empresa brasileña, esta decidió vender su participación en el proyecto hace unos meses. Según diversas fuentes, sin embargo, los compradores interesados así como los bancos que financiarían más de US$4.000 millones, necesarios para lograr el cierre financiero de la operación, habrían puesto una condición: que el Estado no les aplique la llamada cláusula anticorrupción del contrato de concesión. Es decir, si se descubriera que hubo actos ilícitos en la concesión del GSP, no se declararía su nulidad sino que esta subsistiría con los nuevos operadores.
Como se recuerda, el Ministerio Público y el Congreso investigan posibles actos de corrupción en la concesión del GSP durante el gobierno humalista. Las pesquisas alcanzaron niveles alarmantes cuando se hizo público que, a raíz de la documentación incautada a Marcelo Odebrecht, la policía federal brasileña empezó a trabajar en la hipótesis de que las inscripciones de ‘US$3 millones’ y la sigla ‘OH’, encontradas en estos documentos, hicieran referencia a las iniciales del ex presidente Ollanta Humala y un soborno de dicha cuantía, que podría estar relacionado con el cuestionado proyecto.
Así las cosas, si bien puede resultar comprensible que los potenciales inversionistas no quieran asumir el riesgo de terminar pagando por los pecados de sus predecesores, su petición es totalmente inaceptable, como, felizmente, han comprendido los ministros de Economía, Alfredo Thorne, y de Energía y Minas, Gonzalo Tamayo, al rechazar tal propuesta.
En primer lugar, porque todo contrato (incluso los que celebra el Estado) debe respetar la ley. Permitir la continuidad de una concesión que se hubiera logrado gracias a un acto de corrupción, si fuera el caso, representaría nada menos que un vergonzoso atropello a la legalidad, que no debiera permitirse a ningún negocio por más promisorio que este aparente ser –y el GSP ni siquiera lo es–.
Procurar la subsistencia de una concesión indebidamente otorgada, además, significaría la convalidación de un daño patrimonial al Estado Peruano, como podría ser el pago de un precio sobrevalorado o la asunción de obligaciones (garantías y subsidios, por ejemplo) injustificadas. Ello sin mencionar que otros postores o potenciales interesados en el negocio podrían haberse visto perjudicados si se comprobara que hubo un favorecimiento ilícito a favor del consorcio que obtuvo la buena pro.
Encontrar caminos alternos que circunvalan la ley ha sido la falla recurrente de sucesivos gobiernos, sea para otorgar excepciones y salvavidas a concesionarios, o para lidiar con quienes, usando la violencia y bajo el paraguas que confiere la etiqueta de ‘protesta social’, esquivan los canales institucionales.
Quizá lo único provechoso que se pueda extraer del GSP, entonces, sea la oportunidad para que el gobierno empiece a dar claras señales de que el respeto a la ley no es negociable.