El presidente de la República, Martín Vizcarra, dijo que se debe respetar a las instancias que establecieron la reparación civil para Odebrecht. (Foto: GEC)
El presidente de la República, Martín Vizcarra, dijo que se debe respetar a las instancias que establecieron la reparación civil para Odebrecht. (Foto: GEC)
Carlos Meléndez

Para sus detractores, Martín Vizcarra “se está convirtiendo en un dictador”. En cambio, sus simpatizantes lo ensalzan de “baluarte del institucionalismo” (un remember a la usanza de PPK). El embate presidencial contra el Congreso, primero, y contra el Ministerio Público, después, justifica el juicio de sus opositores. El sustento legal de sus iniciativas, en cambio, contenta a los segundos. Más allá de las etiquetas –que tanto embelesan a los amantes del simplismo–, desnudemos analíticamente al mandatario.

Vizcarra gobierna apoyado en la indignación ciudadana. Su orfandad partidaria le permite posicionarse por fuera de la clase política y judicial que, una vez más, ha traicionado a la ciudadanía. Como en 1990, los peruanos volvemos a delegar nuestra confianza en un “desconocido” que ha de “pechar” la endémica corrupción y a sus administradores. Hoy no hay peor combinación que ser parlamentario y fujimorista (o aprista). “Más le pegas, más te quiero”. Esta sencilla idea-fuerza es el leitmotiv de Palacio.

Las principales medidas políticas del vizcarrismo apuntan a la forma y al sostenimiento de esa irritación social en un permanente estado de ebullición. Un cierre anticipado del Congreso –a través de la amenaza de la cuestión de confianza– y su clausura en “cámara lenta” –con la eliminación de la reelección parlamentaria inmediata– florecen por el desprestigio legislativo. Las propuestas de reforma del sistema judicial –vía Comisión Wagner– y el proyecto de ley para declarar la emergencia del Ministerio Público –de dudosa constitucionalidad para algunos– azuzan más los ánimos. El referéndum, inocuo en términos de diseño institucional, resultó un moqueguazo electoral que terminó por deprimir a sus adversarios.

Pero la lucha contra la corrupción no es una idea, sino un mero reflejo del Ejecutivo. Ella traza la línea entre “buenos” y “malos”, potencia la popularidad, satisface necesidades morales (positivas como la indignación, negativas como el odio), lo cual es, para algunos, suficiente ante la gravedad actual. Otros pensamos que ello nada dice de buen gobierno ni de representación efectiva.

Para lo primero se necesitan ideas y en el Ejecutivo, estas no se formulan con claridad ni evolucionan más allá de la intuición. Los (“vice”) ministros –salvo honrosas excepciones– son técnicos apolíticos con prósperas agendas sectoriales que no alteran el piloto automático. Recuerde a David Tuesta o a Christian Sánchez. Además, al menor refinamiento o aggiornamiento –sofisticado para su promedio–, el gobierno recurre al seno opinológico de “notables”, que se prestan y se alquilan.

Para lo segundo se necesita “delivery”. El espejo del primer Fujimori no es casual: no hubo mayor resolución de bronca colectiva que el golpe al Congreso y al Poder Judicial, tan autoritario como satisfactorio para las mayorías. Sí, los pobres también se indignan. Pero el pragmatismo popular se satisface, realmente, con bienes (públicos, preferiblemente). Fujimori entregó una economía a flote, un país menos pobre y más pacificado, luego de enterrar la clase política que le antecedió. ¿Qué país entregará Vizcarra? Hasta ahora ha sabido caminar por la calle del malestar ciudadano. (Esas cuadras del Jr. Junín que lo llevan de Palacio al Congreso deben ser sus favoritas). Mas, no solo se trata de necesidades morales satisfechas.