(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Carlos Meléndez

El rasgo más notable de la sociedad peruana es su informalidad. Lo ha repetido Michael Reid al comentar su libro comparativo sobre América Latina. Se trata de un fenómeno que hemos abordado principalmente desde la perspectiva economicista. En la última semana, podemos encontrar algunos ejemplos en la prensa. Para Claudia Cooper, la informalidad es una elección personal o empresarial “porque es lo financiera y racionalmente rentable”, especialmente con un modelo de recaudación tributaria que crea incentivos para el “subreporte de ventas y utilidades”. Piero Ghezzi, intentando ponerse en los zapatos de “un emprendedor peruano mype e informal”, opina que la desventaja inherente a la informalidad se resuelve “fortaleciendo capacidades”. Con “transferencia tecnológica, información […] sobre oportunidades de mercado, con vigilancia tecnológica, etc.”, las masas de informales abandonarían milagrosamente dicha situación. Finalmente, algunas declaraciones de nuevas (y mediáticas) autoridades edilicias postulan la asociación entre informalidad y delito. Así, el “sentido común” reaccionario detrás del “no le compre a los ambulantes” inspira la política pública.

Vayamos un paso atrás para entender la informalidad no en el campo de sus manifestaciones económicas, sino en el ethos que lo fundamenta. El funcionamiento de las instituciones y reglas de toda sociedad supone un vínculo de confianza entre ciudadanos y Estado (proveedor de dichas normas de convivencia). Cuando este vínculo se deprime y se arropa en desconfianza, el ciudadano busca vías alternativas para sacar adelante sus actividades económicas y, en general, su vida en sociedad. Así nace la informalidad, a partir de un lazo roto entre el ciudadano y el Estado. Ello no se supera solamente adaptando las reglas a las prácticas “subversivas” o “creativas” de los individuos, sino resolviendo la desafección que yace en el comportamiento público de quienes engrosan el mundo informal.

Hernando de Soto acertó cuando puso el énfasis en el Estado disfuncional, pero más de 30 años después esa ruptura entre individuos e instituciones se ha ahondado hasta generar un ethos de la informalidad que, parafraseando a Max Weber, se ha constituido en la estructura cultural del espíritu de nuestro capitalismo chicha, la esencia de nuestro rational cholo.

Si los peruanos no confiamos en el Estado, ¿quién es el depositario de nuestro sentido de autoridad reguladora de las normas de convivencia? El éxito de las reformas de ajuste aplicados en los 90 favoreció la creencia en el mercado como sustituto productor de normas. La “mano invisible” del mercado se planteó como reemplazante del Estado, también “invisible” por fallido. Pero la dinámica del mercado reprodujo la informalidad a niveles superlativos, acusando más el recelo hacia el Estado.

Identificado el círculo vicioso, las mentadas propuestas encuentran rápidamente obstáculos, al operar en el epifenómeno, en la epidermis de la sociedad y no en sus razones más estructurales. Si no abordamos el origen de nuestra informalidad, ningún tipo de política estatal tendrá esperanza de vida: ningún plan de competitividad ni reforma política que valga.