El legislador Ruiz ha decidido insistir en una pésima idea. Ha presentado, junto con otros congresistas de Gana Perú, un nuevo proyecto de ley para limitar la propiedad de las tierras.

La idea es pésima porque, antes que nada, parte de una falsa premisa: existe un problema de acaparamiento de tierras que ha llevado a que el país se reparta entre unos pocos latifundistas.

Para descubrir la falacia, valdría la pena resaltar que el grupo empresarial que concentra más tierras en el Perú cuenta solo con aproximadamente el 1% de los 7,6 millones de hectáreas con potencial para uso agrícola, lo que difícilmente puede describirse como una situación de acaparamiento. Y la gran mayoría de otros latifundistas está muy por detrás. Además, si consideramos que de esos 7,6 millones solo se utilizan 5,4 nos podemos dar cuenta de que, en vez de acaparamiento, lo que hay en el Perú es desaprovechamiento de tierras.

Por otro lado, tampoco sería un problema que se acumulen extensiones considerables de tierras. Después de todo, los márgenes de ganancia que se obtienen al cultivar a gran escala justifican inversiones –por ejemplo, en tecnología– que aumentan la productividad. Asimismo, una amplia extensión de tierras permite una mayor variedad de cultivos para diversificar mejor el riesgo. Paralelamente, operaciones grandes posibilitan comprar insumos en volúmenes que facilitan los descuentos. Y todo esto redunda en mejores productos y precios más bajos que benefician a los consumidores. Lo que importa, en fin, no es a quién pertenece cada hectárea de campo, sino que este produzca la máxima riqueza posible.

Por suerte, el ministro Von Hesse demostró que existen espacios de sensatez en el oficialismo: se opuso al proyecto remarcando que el campo, más bien, necesita “fortalecer la confianza de los agentes privados”. El ministro, así, estuvo muy acertado, aunque quizá le faltó mencionar que lo que el campo también necesita es un Congreso que no le meta cabe.

EDITORIAL 2 NI RAZÓN NI PUDOR

Puede que usted no tenga razón en su pedido. Puede, es más, que sus pretensiones sean impúdicas. Que, por ejemplo, lo que esté pidiendo sea el derecho a no ser sometido a evaluaciones de ningún tipo sobre la calidad de su trabajo; a ser el dueño de su salario y de su puesto, sin importar cómo lo desempeñe; y a que sus ascensos los determinen las presiones sindicales y sus contactos. Puede incluso que, al mismo tiempo, su salario lo paguen, con los frutos de su propio trabajo, los contribuyentes; que de ese puesto dependan una serie de servicios públicos que son esenciales, sobre todo, para los más pobres; y que, de hecho, todos los ránkings internacionales que miden la calidad de esos servicios coloquen a la organización en la que usted trabaja –el Estado Peruano– en los peores puestos de casi todas las categorías.

Nada de eso importa si usted está dispuesto a tomar las calles, quemar llantas, atacar a la policía y –a fin de que quede claro que es una víctima– desnudarse, crucificarse y herirse en la vía pública. O al menos esto es lo que parecen pensar los malos empleados públicos y la CGTP, quienes tomaron ayer las calles para exigir el archivamiento del proyecto de Ley para la Reforma del Servicio Civil (LRSC) que presentó el Ejecutivo. Un proyecto tan cuidadoso que establece que un funcionario solo podrá ser despedido si es desaprobado en sus evaluaciones por dos años consecutivos, luego de haber recibido capacitación adecuada.

Como bien lo ha demostrado una encuesta de Ipsos, las reformas que introduciría la LRSC son aprobadas por una abrumadora mayoría. Estas protestas, pues, no son más que un intento de usar la violencia para imponerse, además de a la razón, a la mayoría. En tanto que antidemocráticas, entonces, solo hay una manera con las que un Congreso digno las puede tratar: con absoluta indiferencia. Y en tanto que violentas, son un asunto policial. Ya es hora, en fin, de que dejemos de confundir democracia con bobería.