Desde junio del 2012 hasta junio del 2013 la Comisión de Eliminación de Barreras Burocráticas del Indecopi ha identificado 268 barreras burocráticas ilegales o irracionales que impiden la entrada de nuevos negocios al mercado –o dificultan la permanencia en este de empresas ya existentes–. La noticia sin duda es buena: muestra que el Indecopi está tomando nuevos bríos en su función de podadora de la mala yerba que prolifera entre nuestras regulaciones. Y esta es una función cuya importancia para nuestra economía resulta difícil de exagerar.
En efecto, de acuerdo con el Índice Global de Competitividad, ocupamos el puesto 128 de 144 países en la categoría de “peso de las regulaciones burocráticas”. Y el índice del Doing Business, por su parte, da una lista con algunas categorías específicas que ayudan a explicar cómo llegamos hasta este poco auspicioso lugar: de los 183 países rankeados por este medidor según el nivel de las dificultades que presentan para hacer negocios somos, por ejemplo, el 83 en dificultad para pagar impuestos y el 106 en dificultad para tramitar problemas de insolvencia.
Si resulta difícil aterrizar en cifras concretas lo que este tipo de posiciones puede significar para la inversión y el crecimiento, este ejemplo podría ayudar a ilustrar el asunto: únicamente en el 2010 los permisos directos de iniciación de negocios (que son solo un tipo de las diferentes especies de trabas burocráticas para acceder al mercado que tenemos) costaron alrededor de S/.300 millones a las empresas que nacieron en la formalidad. El costo que estos permisos tuvieron para nuestra economía en ese año, sin embargo, va mucho más allá: se debe incluir en él el precio de precariedad en sus operaciones asumido por todas las empresas que, por culpa de este tipo de sobrerregulaciones, nacieron en la informalidad ese mismo año.
Ni aun incluyendo el costo de la informalidad, sin embargo, uno da con el verdadero tamaño del daño que hacen a una economía y a un país las regulaciones sin sentido o, simplemente, demasiado gravosas. Y es que para dar con esta dimensión uno tiene que considerar también el peso del principal efecto indirecto que tiene este tipo de regulaciones: la corrupción. Nada facilita más la búsqueda de sobornos por parte de los funcionarios corruptos que las regulaciones arbitrarias o difíciles de cumplir. Ellas son el equivalente burocrático al “arca abierta” del refrán.
Entonces, cuando el Indecopi realiza este tipo de poda, no está haciendo solo una labor en pro de la eficiencia; sino también de la limpieza. Algo que no es poca cosa en un país donde, según la última encuesta de percepciones sobre la corrupción de Ipsos, las cosas en torno a los trámites burocráticos han llegado a tal extremo que un 73% de la ciudadanía estaría dispuesto a dar un obsequio o una suma de dinero para agilizar un trámite público.
Naturalmente, nada de esto quiere decir que la forma de acabar con la corrupción es terminar con las exigencias estatales de cualquier tipo porque siempre habrá motivos para la coima mientras esta exista. No. De lo que se trata es de acabar simplemente con la maraña de regulaciones sin sentido que existen en nuestro ordenamiento legal y que, ante su arbitrariedad, desincentivan las inversiones e incentivan de manera especial la corrupción, sin dar ningún beneficio por otro lado a la sociedad. No es en vano, al fin y al cabo, que casi todos los países del Primer Mundo tienen muchísimo menos controles administrativos para crear y desarrollar negocios que nosotros y, sin embargo, tienen al mismo tiempo estándares inacabablemente mejores de conservación ambiental, orden urbano, seguridad y demás.