Uno de los resultados más impactantes de la revolución económica que ha tenido el Perú en los últimos 20 años ha sido el surgimiento de una clase media emergente en las principales ciudades del país y en algunos sectores rurales. Se trata de millones de peruanos que antes tenían solo lo justo para sobrevivir, pero que hoy pueden destinar una parte cada vez más grande de sus ingresos a formas de ahorro como la autoconstrucción y a rubros como la educación, la salud y el entretenimiento. Hay un debate acerca del tamaño exacto de esta clase media –si comprende ya a la mayoría del país o no– y sobre su solidez, pero no cabe duda de que se trata de un fenómeno en expansión que está transformando el paisaje social y económico del Perú, y que retroalimenta al propio crecimiento económico.

En condiciones normales, la aparición de esta clase media tendría que tener consecuencias positivas también para nuestra democracia. Las clases medias suelen valorar más las instituciones, dar vida a los partidos y, en general, tener un interés mayor en esa cosa pública que sustentan con sus impuestos.

Sin embargo, nuestro columnista Carlos Meléndez ha apuntado agudamente esta semana que el anterior no parece ser el caso de nuestra clase media emergente, la que sería esencialmente informal, antipolítica y antiinstitucionalista. Una clase media, por tanto, de la que no se podría esperar que sea “motor de desarrollo”.

En nuestra opinión, lo que dice Meléndez tiene mucho de verdad. Ciertamente, posee respaldo empírico en numerosas encuestas de opinión (algunas de las cuales él menciona). Pero tiene también perfecto sentido teórico. Una clase media formada en la informalidad es una clase media que, por definición, vive al margen del Estado –en realidad, huyendo de él– y de la que no se puede esperar, por tanto, compromiso con la cosa pública ni mayor interés en participar, por medio de sus representantes, en ella. Es decir, todo lo contrario de una “ciudadanía” real.

Veámoslo con un ejemplo. Una de las principales tareas de los aludidos representantes es exigir rendiciones de cuentas a los gobiernos. ¿Pero, qué tanto interés puede tener en estas cuentas quien no ha hecho los pagos a los que estas se refieren? El solo hecho de no pagar impuestos ya genera una relación de esencial desconexión con el Estado. Una relación que, dicho sea de paso, se reproduce también en el ámbito local: esta misma semana hemos visto cómo el alcalde de Comas se quejaba de que no puede recoger la basura porque el 70% de sus vecinos no paga arbitrios. Por otro lado, como sabemos, salvo en los distritos centrales de Lima, en el Perú son pocos los que pagan Impuesto Predial.

Ahora bien, si esta clase media “no puede ser motor de desarrollo” –ni, por cierto, de democracia– porque es refractaria al Estado a causa de su informalidad, vale la pena preguntarse: ¿quién es el culpable de esta informalidad?

La respuesta, lamentablemente, está en el propio Estado.

Es verdad que a poca gente le gusta pagar impuestos y, aún a menos, que le descuenten de sus salarios para las diversas contribuciones mandadas por la ley. Pero el afán de sacarle la vuelta a nuestras obligaciones civiles no alcanza a explicar los niveles de informalidad que nosotros tenemos (recordemos que el 60% de nuestro PBI se produce fuera de la formalidad). Y no alcanza a explicarlos porque los propios informales saben que, a partir de cierto nivel de actividad, el costo de la informalidad es no poder seguir creciendo por no poder acceder al crédito, importar o exportar, ni usar varias otras facilidades del sistema formal.

En cambio, sí explica bien nuestros niveles de informalidad el que, siendo un país de pequeñas y microempresas, tengamos uno de los veinte regímenes laborales más rígidos del planeta y un impuesto a la renta empresarial–por solo nombrar un ejemplo tributario– que está 10 puntos porcentuales por encima del promedio de los 34 países más desarrollados del mundo (agrupados en la OECD). Así como que tengamos el puesto 128 de 144 países en la categoría de “peso de las regulaciones burocráticas” del Reporte Global de Competitividad.

En suma, cuando se dice que el Estado tiene que simplificar trámites y bajar los costos de la formalidad no se está hablando solo de retirar trabas para la generación de riqueza. Se está hablando también de parar la máquina con la que hoy, al generar incesantemente anticiudadanos, el Estado socava la democracia y el desarrollo que, de otra forma, el futuro sí nos prometería.

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